Las casas suben por la montaña una tras otra en silencio. A lo lejos se observa cómo en la ladera los ladrillos se montan uno encima del otro y arrancan su procesión hasta la cima. Su arrastre dibuja calles en la tierra; marca la tierra; devasta la tierra; y la civilización avanza, y avanza, y avanza. Pero esta civilización no es la que erige esos edificios de más de veinte niveles que buscan tocar el cielo en el centro de las urbes. No. La colonia Independencia en Monterrey sólo tiene dos niveles: el de los cabrones y el de los que sobreviven.
Frías busca en todo momento alejarse de la porno miseria a la que se acogen prácticamente todas las historias que intentan moralizar al público a través de la representación de los horrores del narco. Incluso el impactante clímax violento del filme surge de un incidente súbito, sin atisbo alguno de hiperestilización o glorificación de la violencia. Todo ocurre en apenas un par de segundos a plena luz del día, y en el universo cinematográfico tarantinizado del siglo XXI, esa representación de la violencia que se hace desde el horror de lo cotidiano, y no desde el espectáculo, resulta una transgresión digna de aplauso.
La historia de Ulises, que transcurre entre dos mundos vinculados por una cadena de eventos que podría catalogarse como inconsecuente, es una mera excusa para la representación del desarrollo interior de un personaje que asiste con melancolía a la desaparición de su juventud. Un personaje que pertenece a ninguna parte, y que en la virtuosa interpretación de Juan Daniel García Treviño se convierte, a pesar de su inconsecuente odisea (a la que podría reclamársele tal vez la simplificación excesiva de algunos de sus caminos) en uno de los personajes más memorables que ha dado el cine mexicano en tiempos recientes.
Mención aparte merece la impecable producción del filme, que con un vestuario deslumbrante, una banda sonora alucinante, y con la fotografía estática, casi voyerista, de Damián García, complementa de forma inmejorable a ese grupo de Terkos que a pesar de presentarse como “no-actores”, consiguen interpretar sus líneas a partir de una credibilidad que en ningún momento se percibe forzada, y que incluso por instantes se antoja inalcanzable para el común denominador de los actores mexicanos de carrera.
Suena ridícula la noción de “humanizar a seres humanos”, pero Ya no estoy aquí es una película que le da voz (y por tanto humanidad) a un colectivo históricamente deshumanizado por los medios, por las autoridades y por el clasismo mexicano. En su novela cumbre, Joseph Conrad se maravillaba (y se horrorizaba) al descubrir que los caníbales que lo escoltaban río arriba en el Congo más salvaje, eran personas exactamente iguales a él, con las mismas preocupaciones vitales y con la misma capacidad para el amor y la violencia. Parece increíble que más de un siglo después de la publicación de Heart of Darkness el concepto de humanos de primera y humanos de segunda siga tan vigente como siempre. De ahí la importancia histórica adicional de Ya no estoy aquí, que funge como un modesto pero valioso puño de arena para contener al gigantesco océano del desprecio humano.