Suspiria (2018)

“¡Qué estupidez!”

–Yo, hace un año, después de leer la noticia
que vaticinaba un remake de Suspiria

Mater Suspiriorum, Mater Tenebrarum, y Mater Lachrymarum, las tres hermanas que el célebre escritor inglés Thomas De Quincey describió profusamente en su celebrado Suspiria de Profundis, y que en su conjunto recibían el nombre de The Sorrows (algo así como “las tristezas”), fueron el germen sobre el que Dario Argento –el máximo exponente del giallo italiano– construyó su trilogía de las madres, integrada por The Mother of Tears (2007), Inferno (1980) y la que tal vez sea la obra magna del director italiano: Suspiria (1977).
La idea de filmar un remake de la incomparable primera parte de la trilogía de las madres, de Argento –y digo incomparable porque hasta el día de hoy sigo sin ver en una pantalla grande algo tan maravillosamente excesivo en términos audiovisuales como Suspiria (clic aquí para leer lo que escribí de ella hace tiempo)– parecía no sólo innecesario, sino además insultante. Multitud de veces he renegado contra los remakes inútiles, y contra la falta de ingenio que deviene de rehacer algo que tiempo atrás probó ser exitoso, cuantimás si se trata de retocar la memoria de una cinta que además de exitosa es también considerada un clásico de culto. Sin embargo, y por fortuna, Suspiria resultó ser prueba viviente de la falibilidad de mis prejuicios.

Tal vez el mayor acierto de la Suspiria de Guadagnino radica en su rechazo a competir con la original. Por un lado su diseño audiovisual se contrapone de forma radical al propuesto por Argento: el violento estallido de color que actuaba como personaje protagónico del filme de 1970 queda ahora olvidado en una atmósfera de tonos fríos, que marida de forma inmejorable con el Berlín noir de la década de los setenta; del mismo modo, la desaforada banda sonora compuesta por Goblin, que desquiciaba a los espectadores setenteros con su perene agresividad, encuentra su antítesis en la delicada propuesta sonora de Thom Yorke, cuya voz y acordes apuestan por la evocación de la melancolía que yace en lo fantasmal. Algo similar ocurre con el guión, que conserva la anécdota central del filme de Argento, pero que construye su arco narrativo en torno a una intrincada maraña de mitologías que funcionan tanto en su aspecto literal de cine de horror, como en la complejidad de su faceta político-sexual.

Una alumna oriunda de Ohio llega, contra la voluntad de sus padres menonitas, a una escuela de danza en el Berlín de finales de la década de los setenta: un Berlín dividido, convulso por el terrorismo, y sumido en un panorama social de desesperanza, en cuyo centro se alza la academia de Madame Blanc –majestuosa Tilda Swinton– como una especie de reducto anárquico donde la única ley imperante es el arte. Tras impresionar a propios y extraños con sus habilidades, la joven bailarina es admitida a la academia como una más de las virtuosas que componen el alumnado. El único problema es que todo el cuerpo docente de la escuela está conformado por una hermandad de brujas, y su balanceada organización atraviesa un cisma de poder que enfrenta a Madame Blanc contra la misteriosa rectora Helena Markos –también Tilda Swinton, esta vez en clave de bestia aterradora.

Es a través de esa lucha de poder que Guadagnino teoriza, visual y narrativamente, sobre la conceptualización de lo femenino como supremo colectivo disruptor y anárquico, partiendo de una imponente representación del cuerpo femenino a través de la danza (en este aspecto el trabajo histriónico de Dakota Johnson es alucinante), anclada en la tradición primigenia de los aquelarres y del baile como proceso de conjuración, en donde la magia se manifiesta a través de la excitación corporal que liga al éxtasis erótico con el místico-religioso.

El guionista David Kajganich hizo un trabajo notable, y en Suspiria expone, como pocas veces en la historia de la cinematografía, el inmenso poder que el colectivo femenino adquiere al momento de desligarse de su sumisión patriarcal: poder aterrador que devino en la cacería de brujas del siglo XVII, y en los desesperados intentos de la sociedad occidental por asociar cualquier atisbo de independencia femenina con la brujería y la maldad.

Sorprendente resulta también la habilidad de Guadagnino para manifestar el horror en todas sus vertientes posibles, desde las sutilezas de esa incomodidad que deviene de percibir que algo está fuera de lugar –véase el perturbador pero bellísimo hechizo de las lágrimas– hasta el terror más desaforado, evidenciado en momentos de violencia rallanos en el delirio que sorprenden por su completa irrestricción, y que permiten intuir la absoluta libertad que le fue otorgada al director italiano para llevar a cabo su visión de la historia.

Manifiesto político-sexual de múltiples capas, la Suspiria de Guadagnino no sólo es otra prueba tangible de que el director de Call Me By Your Name es uno de los autores cinematográficos más brillantes en activo, sino también evidencia fehaciente de que el horror puro y el high-art pueden ir de la mano –ni siquiera voy a empezar a hablar del diseño de vestuario o de las múltiples referencias estilísticas de la película porque el texto sería interminable.

Al final del día la Suspiria de Argento y la de Guadagnino coexisten en mundos apartes. Parten del mismo origen pero llegan a lugares completamente disímiles. Ambas, obras geniales de mujeres y hombres geniales. Ambas hermanas de las mitologías femeninas más potentes, y de este bellísimo párrafo de De Quincey: Mater Suspiriorum… Murmur she may, but it is in her sleep. Whisper she may, but it is to herself in the twilight; Mutter she does at times, but it is in solitary places that are desolate as she is desolate, in ruined cities, and when the sun has gone down to his rest. Bravo.

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