Blackkklansman (2018)

La lengua es la soga que cuelga de la horca mediática del siglo XXI. Comediantes, políticos, celebridades, y humanos en general, son crucificados cada vez con mayor frecuencia como resultado de algún desliz discursivo, algún racismo velado, o algún tuit añejo. El escrutinio de la policía del pensamiento es omnipresente, y el escarnio público es ya un deporte que se practica con pasmosa frecuencia entre perturbadoras manifestaciones de gozo popular. Los profesionales del espectáculo lo han aprendido a la mala, y ese aprendizaje ha devenido en una serie de nuevas normas tácitas que en el caso particular del cine han engendrado la siguiente máxima: no deberás hablar o filmar sobre racismo, sexualidad, y/o discapacidades físicas, a menos que tu visión sea una descafeinada fantasía cuidadosamente diseñada para no ofender a nadie.

Es en este clima de censura tácita fomentado por el miedo a la malinterpretación, que el radical cineasta Spike Lee (tal vez uno de los últimos verdaderamente radicales, para bien y para mal, como Jean-Luc Godard o Paul Verhoeven) reaparece en la escena mainstream con un largometraje cuyo tema central es el eterno conflicto racial estadounidense entre blancos y afroamericanos.
Si recordamos los dos últimos esfuerzos multipremiados sobre el racismo afroamericano (12 Years A Slave, y Moonlight) estaremos de acuerdo en que su ejecución, apegada por completo al canon de tolerancia y diversidad del siglo XXI, convertía en insultante la posibilidad de que no fueran premiadas por una industria fílmica especialista en darse baños de pureza. No me malinterpreten, ambas películas son estética y narrativamente sobresalientes, pero la necesidad de la industria (mayoritariamente blanca) por premiar filmes con esas características es también evidente.
Es por lo anterior que me parece por demás notable la propuesta de Blackkklansman, el más reciente esfuerzo fílmico de Spike Lee, centrado en las aventuras de un policía afroamericano que a principios de la década de los setenta se infiltra, por descabellado que parezca, en las filas de la legendaria agrupación racista y pirómana conocida como el Ku Klux Klan.
La anécdota del filme, cuya hilarante premisa está basada en un hecho real, es una mera excusa para que Spike Lee regrese a los espinosos territorios de sus disertaciones fílmicas más arriesgadas (¿recuerdan el incendiario final de la extraordinaria Do the Right Thing?), desmenuzando con su afilado intelecto tanto a los miembros del clan como a los panteras negras: agrupaciones diametralmente opuestas cuya radicalidad los termina segregando en un mundo que no es ni ying ni yang, sino una complejísima grisalla.
Lee se niega a autocensurarse en un filme que entre sonrisas es capaz de recrear la potencia de los más solemnes discursos de la negritud setentera –recuerdo esa secuencia perfectamente filmada que se centra en el speech de uno de los líderes intelectuales de los panteras negras y me emociono– así como sumergirnos en la rabiosa génesis del odio racial estadounidense, parte mito y parte realidad, que vemos reflejada tal vez con mayor claridad en las palabras del miembro más moderado del clan que declara “yo llegué aquí porque unos negros me atacaron y luego violaron a mi mujer” (testimonio que el filme nunca desmiente). No hace falta preguntarse de qué lado está Spike: salvo contadas excepciones los miembros del clan son caricaturas, mientras que los panteras negras son “the coolest motherfuckers ever“, sin embargo lo más interesante del acercamiento de Lee es el enfrentamiento, con frialdad e intelecto, de las ideologías que rigen a los dos verdaderos protagonistas del filme: el policía negro que ve como encomiable el trabajo policial y siempre es partidario de combatir al racismo por la vía legal, y la pantera negra para la que todos los policías son cerdos y la única vía posible es la revolución armada.

Al final, como es costumbre en la visión del director neoyorquino, la moraleja es pantanosa. Lee sabe que el mundo es un lugar caótico donde cada quien lucha como puede desde su trinchera, y que la gran tragedia del ser humano es que todo mundo cree que está haciendo lo correcto. Pocas cintas contemporáneas se atreven a retratar esa visión sin victimismos y sin maniqueísmos. El valor discursivo de Blackkklansman y su notable cúmulo de actuaciones (brillantes Laura Harrier y John David Washington) compensan algunos momentos de cierta desmesura y otros de ligera ingenuidad. Ingenuidad que cuando llega a su momento más exagerado súbitamente se detiene para regresarnos con un puñetazo en la cara a la actualidad de ese Estados Unidos que, ingenuamente, cree que el racismo ha disminuido porque los blanquitos han dejado de decir nigger en la televisión.

¡Ya era hora! Spike Lee finalmente ha vuelto a enrollar un estupendo joint.

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