Climax (2018)

“The mind is its own place,

and in itself can make a heaven of hell, 
a hell of heaven.” 
–John Milton, Paradise Lost

Teórico incansable de la violencia como producto primordial de la vida, el cineasta franco-argentino Gaspar Noé ha explorado a lo largo de su incendiaria filmografía los límites morales de la sociedad occidental, para dinamitarlos una y otra vez con un goce casi infantil (en el sentido más alegre e irrestricto de la palabra). El juego que Noé plantea a su público es un juego de agresión constante, ya sea agresión sonora –véase el soundtrack de Irreversible, compuesto en torno a un sonido de bajísima frecuencia capaz de generar incomodidad/náusea en el espectador– agresión visual –véanse los leitmotivs constantes de aborto, violencia sexual, pedofilia, y violencia física extrema, presentes en gran parte de su obra– o agresión moral –véase el omnipresente nihilismo con el que los personajes de Noé abordan sus frenéticas vidas– el juego del cineasta se centra en probar qué tanto puede provocar, y ulteriormente herir, la psique de su público.
Sin embargo, la eterna búsqueda del shock en el cine de Noé no es gratuita, y sus obras suelen estar fundamentadas en torno a brillantes construcciones de personajes, cuyo desarrollo emotivo, a pesar de anclarse casi siempre en lo grotesco, funciona porque conecta las nociones universales de belleza, amor, lealtad y pasión, con ese pantano gaspariano del que sobresalen como tenues pero bellísimos faros de esperanza humana.

Es precisamente por lo anterior que Climax, el más reciente esfuerzo fílmico de Noé, y su cinta más celebrada desde Irreversible, me resulta hasta cierto punto decepcionante, ya que la atractiva premisa de un grupo de bailarines que desciende al Infierno psíquico tras ser colectivamente sometido a una potente dosis de LSD en una fiesta, funciona a nivel narrativo como una colección inconexa de los greatest hits de la filmografía de Noé, hilados con torpeza y, peor aún, sin la audacia y la sagaz brutalidad que caracteriza al resto de su filmografía.

Antítesis de esa torpeza es la forma en la que Noé construye estéticamente su película, planteando tres actos cuya espectacularidad visual nos permite olvidarnos por momentos del predecible y burdo desarrollo de la trama. Ya sólo el prólogo del filme, con esa mujer que deja un rastro de sangre mientras se arrastra por la nieve, es de una belleza que vale la pena el boleto, sin embargo esa misma escena ejemplifica también a la perfección los problemas a los que se enfrenta la edición y el guión de la película, ya que en ningún momento Gaspar retoma esa secuencia, y nunca sabemos a ciencia cierta quién es la bailarina que acaba en medio de la nieve; peor aún, a final de cuentas la identidad del personaje no importa, porque en ningún momento se logra establecer el más mínimo vínculo de empatía por ninguno de esos jóvenes virtuosos a los que Noé transforma en zombis (y sí, ahora que lo pienso, Climax bien podría definirse como un arthouse zombie film).

Construida inicialmente en torno al misterio de quién adulteró el ponche de la fiesta con LSD (misterio que cuando se revela ya no importa en lo más mínimo), Climax pretende funcionar como una alegoría autocontenida de la sociedad francesa contemporánea, exhibiendo a través de su diverso elenco conflictos asociados a la raza, a la violencia sexual, a la búsqueda obsesiva del éxito, a la percepción del nacionalismo francés, al incesto, y a un sinfín de temáticas que se abordan con pasmosa superficialidad en pequeñas estampas cuya intrascendencia sólo es equiparable a la torpeza con la que se resuelven –véase la secuencia de la esvástica, la del cuarto eléctrico, o la de los cortes autoinflingidos.

Irónicamente el desastre narrativo de Climax viene de la mano de una de las propuestas estéticas más vistosas y brillantes del 2018, cortesía de la eterna mancuerna entre Gaspar Noé y su cinefotógrafo Benoît Debie, que en conjunto presentan una sucesión de momentos de gran belleza concebidos a partir de larguísimos planos secuencia ejecutados con maestría, y de pequeños trucos que podrían parecer ociosos pero cuyo efecto resulta hipnótico y sobrecogedor –véase la secuencia del baile inaugural; el dance-off en posición cenital; o el demencial plano secuencia invertido durante el “clímax”. Todo esto, aunado a la impecable curaduría de música electrónica que Gaspar Noé hace con la banda sonora del filme, convierten a Climax en un evento performático que nos recuerda el poder del cine como espectáculo visceral, y nos deja en claro que incluso los aparentes fracasos de Noé resultan más interesantes que los cacareados triunfos de la norma hollywoodense.

En fin. Me enferma que el director de Enter the Void haya escrito una trama tan pedestre, pero le reconozco y le agradezco que haya filmado algo que nos muestra una vez más por qué no todas las películas pueden verse en una mugrosa laptop.

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