Mindhunter: Season 2 (2019)

¿Cuáles son los límites del placer? Para Sade la última frontera del erotismo suponía encontrar placer en la incapacidad de encontrar placer. Esa violenta paradoja, reservada para algunos de sus monstruos más refinados, llevaba a los personajes de Sade a consagrarse en actos de brutalidad sexual extrema para recordarse una y otra vez a sí mismos su completa insensibilidad hacia el placer mundano. La radical propuesta filosófica de Sade, que conceptualiza al placer supremo como la destrucción total del placer, resulta inalcanzable. Sin embargo, algunos estudiosos del erotismo más salvaje (eruditos o no, pero estudiosos al fin y al cabo) han estado cerca de habitar esa frontera de absoluto frenesí destructivo. Sus historias, grabadas con horror y admiración en el imaginario colectivo son los hilos conductores que los directores estadounidenses David Fincher, Carl Franklin y Domink Andrew utilizan para guiarnos por los perversos compartimentos narrativos de Mindhunter: una serie que ha conseguido elevar el convencional discurso narrativo del thriller criminal televisivo a un nuevo parangón de brillantez guionística y técnica.

Utilizando a la oleada de asesinatos infantiles de Atlanta –ocurridos entre 1979 y 1981– como su eje narrativo, la segunda temporada de Mindhunter reelabora con brillantez la estructura sobre la que se sostiene la incipiente unidad del FBI dedicada a estudiar por primera vez a los asesinos reincidentes, dedicando una buena parte de su metraje a buscar las motivaciones, los entresijos emocionales, y la cotidianidad de cada uno de los tres investigadores que revolucionarían la cultura pop del siglo XX con la invención del término “asesino serial”.

Resulta por demás interesante el hecho de que Holden Ford, el chico maravilla con personalidad limítrofe sobre cuyas cualidades de intuición se cimenta toda la unidad investigativa, pase a segundo término y sea utilizado en esta temporada como una mera herramienta –casi al nivel de un autómata– que nos maravilla por su eficacia pero con el que resulta imposible establecer un vínculo afectivo.

La decisión consciente de Fincher y su equipo para potenciar las historias de los otros dos investigadores funciona precisamente porque Mindhunter es una serie predefinida a cinco temporadas, situación que le permite jugar de forma pausada con diferentes puntos focales y generar expectativas de historias que se desarrollan a mil años luz de la trama principal –véase el fantasma ominoso de BTK, al que probablemente veamos estallar en majestad hasta la cuarta o quinta temporada. Es por esto que Holden se sube al asiento de atrás, la doctora Wendy Carr con su historia amorosa lésbica viaja en el asiento del copiloto, y toda la temporada es conducida por Bill Tench –formidable Holt McCallany– quien en los ojos de su hijo autista encuentra de forma inesperada el horror del posible nacimiento de un psicópata.

El desfile homicida de Mindhunter es formidable precisamente porque es capaz de generar horror a través de una violencia discursiva que en la mente del espectador toma la peor de las formas. Cuando en la primera temporada Ed Kemper describe la decapitación de su madre, todos vimos aquella escena en nuestra mente con el horror que transmite la reconstrucción de lo indefinido. Ese horror, que transforma palabras en monstruos descomunales, se ve atenuado en esta segunda temporada dada la carencia de un personaje tan hipnótico como Kemper, sin embargo, las apariciones de David Berkowitz, Charles Manson, y el sobresaliente momento de entrevista con Paul Bateson –cuyo discurso sobre el placer sadomasoquista que se deriva del terror es tal vez uno de los momentos más potentes de toda la serie– son de una complejidad extraordinaria, sobre todo porque revelan la delicadísima estructura de esas entrevistas en las que una palabra errónea podía precipitar el fracaso de todo el proyecto, o abrir de par en par las aterradoras puertas de una mente enloquecida.

Por fortuna, esa disminución en la pericia discursiva de la segunda temporada de Mindhunter en relación con la primera se compensa con el formidable manejo de la investigación de los asesinatos de Atlanta, cuyo frenetismo, anclado en los códigos clásicos del thriller policiaco, al combinarse con el drama de la destrucción familiar de Bill Tench, y con el retrato de una población moralmente diezmada que comienza a encontrar los cadáveres de sus hijos en los bosques y en los ríos de su localidad, resulta en un delicadísimo relato sobre los horrores de la paternidad, sobre la génesis del mal, y sobre la imposibilidad de hacer justicia en un sistema donde el único lugar en el que funcionan bien las leyes es en la irrealidad del papel.

Tres temporadas quedan aún por delante. El panorama, por decir lo menos, me resulta emocionante.

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