Once Upon a Time in Hollywood (2019)

ADVERTENCIA: Este texto contiene SPOILERS a diestra y siniestra, así que si no has visto Once Upon a Time in Hollywood te recomiendo que abandones la lectura. Gracias.

A lo largo de la historia de la humanidad, el revisionismo histórico se ha convertido en una de las herramientas más utilizadas para legitimar un regimen político. La alteración de la historia, el borrado de nombres, el olvido selectivo y la idealización heroica son los ingredientes con los que generación tras generación se construye una doctrina de pertenencia nacional: una identidad que nos dice “de estos héroes y villanos venimos”. En esa narrativa no hay lugar para medias tintas, los héroes nacionales deben ser impolutos y los villanos implacables. Sólo aquellos que van un paso más allá de la educación tradicional tienen acceso a la mesura histórica, pero la narrativa popular siempre ha disfrutado y disfrutará de los extremos. Expertos en maniqueísmos y mistificaciones, los estadounidenses encontraron en la figura del asesino en serie al villano por excelencia: un hombre más inteligente que ellos completamente entregado al placer del asesinato; un terrorista social; una bestia sobre la que se deposita a partes iguales la furia y la admiración; un artefacto de entretenimiento perfecto.
Es por esto que la idea detrás de Once Upon a Time in Hollywood resulta tan seductora: un revisionismo histórico abocado completamente a desmitificar la figura del hombre que, a pesar de no ser ni asesino ni serial, se convirtió en el arquetipo pop del serial killer estadounidense, aboliendo de paso con ese revisionismo al crimen más célebre y atroz de la mitología hollywoodense mediante un dispositivo fílmico que puede resumirse con la siguiente frase en apariencia inverosímil: una feel-good movie sobre los asesinatos instigados por Charles Manson.

El problema es que en esa premisa genial se sostiene toda la tensión narrativa del filme, ya que en buena medida la cinta se construye como un larguísimo preámbulo a una catarsis que el público anticipa, y que incluso al percibirse una clara ausencia de violencia durante el desarrollo del metraje se antoja todavía más inevitable y desbocada. Es por lo anterior que ese delicado homenaje que Tarantino hace al Hollywood de finales de los sesenta, a los últimos estertores de la cultura del flower power, y a la tan explorada decadencia del actor que tras años de gloria cae gradualmente en el olvido, se percibe flagrantemente estructurado para llegar a una explosión superlativa y (nos guste o no) esa tensión permanente es la que consigue mantener a buena parte del público en su asiento durante dos horas cuarenta minutos de metraje.

La jugada de Tarantino es brillante, ya que mientras vemos a Sharon Tate con los ojos luminosos frente al cartel de The Wrecking Crew, resulta imposible no imaginarla rogando por la vida de su hijo mientras Tex Watson apuñala con rabia su vientre embarazado, y mientras Cliff Booth pasea por la avenida central del Spahn Movie Ranch entre esa multitud de hippies en ácidos, sentimos el peligro porque anticipamos el potencial de esos jóvenes para la violencia. La atmósfera ominosa de ese Charles Manson que Tarantino pretende negar es una neblina perene que impregna todos y cada uno de los fotogramas del filme, para bien y para mal.

Para bien porque consigue mantener la tensión durante un largometraje particularmente largo y tal vez demasiado contemplativo para los fanáticos de Tarantino, y para mal porque la anticipación del fantasma de Manson precisamente impide al espectador conectar de lleno con esos momentos en los que Tarantino se libera del yugo de la acción para crear algunos de los instantes más delicados de su filmografía –véase la maravillosa concatenación de secuencias durante el rodaje del western en el que Rick Dalton entrega la mejor actuación de su carrera, o el peregrinar gozoso de Cliff Booth por esas calles de Los Angeles que continúan maravillándolo aún después de haber sido desechado por su maquinaria de ilusiones–. Vamos, como si en Sunset Boulevard Billy Wilder hubiera metido la trama secundaria de un despiadado asesino por temor a que sus personajes protagónicos no fueran lo suficientemente interesantes.

Sin embargo lo peor del caso es que esa narrativa principal, en la que dos amigos inseparables –un reconocido actor de westerns gloriosamente interpretado por Leonardo DiCaprio en una actuación que se lleva de calle a su oscarizada Revenant, y su encantador doble de acción– son testigos activos del fin de una era no sólo cinematográfica sino ideológica, aterriza después de dos horas y media de momentos cinematográficos memorables –con excepción de la torpe escena de Bruce Lee– en un clímax que bien podría ser la peor secuencia de la filmografía de Tarantino. La forma en la que el director de Perros de reserva escoge borrar de la Historia a la familia Manson es lamentable. Me sorprende la torpeza con la que Tarantino escribe, por ejemplo, el diálogo que Tex sostiene con Sadie en el auto, donde concluyen –de la forma más forzada posible después de recordar su amor por las loncheras de Rick Dalton– que deben matar a aquellos que les enseñaron a matar. Recuerdo ese diálogo y el posterior gag de las llaves olvidadas en el auto y siento una pena ajena genuina, pero no por los jóvenes asesinos a los que Tarantino pretende ridiculizar, sino por la repentina torpeza guionística de un director que durante toda su carrera se distinguió por generar diálogos memorables. Escojo mejor no recordar también el patético desenlace “violento” del filme, del que sólo rescato el verdadero plot twist de la película, en el que Tarantino consigue (con bastante sagacidad y una mala leche entrañable) que el público, obnubilado por la violencia, le aplauda al “encantador” personaje de Pitt justo cuando nos confirma que, en efecto, ese leal bonachón tiene en su interior la violencia necesaria para haber matado por puro gusto a su esposa.

Me molesta escribir esta crítica porque me encantaría hablar más de las otras dos horas del filme, donde Tarantino exhibe una maestría narrativa y estilística digna de su mejor cine, o de la hermosa escena final, en la que Sharon Tate se reúne con Rick Dalton en un mundo de fantasía junto al verdadero amor de su vida. Pero lo triste es que ya no tengo tiempo, y cuando le cae un poco de caca a un delicioso pastel, de lo único que se puede hablar es de la pinche caca.

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