Lovers Rock (2020)

Resulta difícil encontrar películas que hablen de la lucha de los migrantes africanos en Europa o América sin caer en las garras de la porno-miseria, o cuando menos en la aún más ineludible trampa del melodrama lacrimógeno. La tentación de conseguir óscares y premios mediante una concatenación de desgracias y sufrimientos racializados es demasiado grande, y durante los últimos años ha probado ser una fórmula redituable, sobre todo cuando analizamos el éxito comercial y crítico de obras maestras del cliché lacrimógeno como ‘Precious’ o ‘Green Book’.

La reacción del artista visual y director inglés Steve McQueen ante la falta de una representación fílmica de calidad sobre la lucha de los migrantes antillanos en la Inglaterra del siglo XX, fue filmar no una, sino cinco películas financiadas por la BBC, en una prueba más del esfuerzo constante que la British Broadcasting Company hace para enaltecer las posibilidades de una televisión que, a través de la calidad de sus programas enriquezca el nivel cultural de los habitantes de su propio país.

McQueen decidió atacar en cada una de las películas un tema crucial dentro de la comunidad antillana en Londres: La lucha política, la música, la entrada de antillanos en la policía, la persecución carcelaria y la educación. Y es precisamente la más apolítica (en apariencia) de esas cinco películas, la que constituye una de las manifestaciones cinematográficas racializadas más hermosas y brillantes que he tenido la oportunidad de ver en mi no tan corta vida.

‘Lovers Rock’ toma prestado su título de un subgénero del reggae diseñado para el “romanceo”, que solía tocarse en Londres en las salas de las casas que clandestinamente se transformaban en discotecas para suplir la falta de locales de entretenimiento con buena música jamaicana. 

McQueen toma como punto de partida una anécdota de su tía, que en los ochenta solía escaparse a espaldas de su madre para ir a las tocadas de reggae de los sábados, volviendo eventualmente al amanecer directamente a la misa dominical. Pero en lugar de engrosar la simple anécdota con subtramas exageradas, o con algún producto forzado de ficción, lo que el director inglés decide hacer es una experiencia inmersiva en la que nosotros, como espectadores, asistimos durante 70 minutos, junto con la tía de McQueen, a una fiesta antillana en un barrio londinense de la década de los ochenta.

El paseo comienza desde la preparación del sonido clandestino, que los ingenieros de audio improvisados y el MC prueban con furor en las gigantescas bocinas de las que horas más tarde brotarán furiosos llamados rítmicos a la revolución racial, mezclados con esa música que pega los cuerpos y hace sudar las paredes, en una catarsis atronadora localizada en el centro de un barrio blanco.

Es a través de la cotidianidad de la fiesta que McQueen pone de manifiesto la importancia de la música como aglutinador social y como suprema bandera de identidad. Esos chicos antillanos desterrados en un territorio que los desprecia, encuentran su verdadera nación en la sala de una casa donde sus cuerpos se pegan con el ritmo del reggae, o con la música disco de Carl Douglas y su ‘Kung Fu Fighting’, o con la delicadeza de Janet Kay y sus ‘Silly Games’. Y aquí me detengo, porque es precisamente gracias a esa canción que ocurre uno de los grandes milagros del cine del 2020: cuando en medio de la filmación McQueen le hace una señal al DJ para que corte la música de forma inesperada, y los actores, poseídos por la música y por la importancia simbólica de sus personajes, no rompen su papel y continúan bailando, mientras cantan a voz en cuello el falsete de la canción en una catarsis de belleza inequiparable.

Una fuerte carga política se vuelca sobre ‘Lovers Rock’, pero no desde la obviedad de situaciones límite, sino desde los pequeños guiños que los personajes viven de manera cotidiana. Las miradas agresivas de un grupo de chicos blancos que observan la llegada de las bocinas a la casa, o la furia con la que los hombres de la fiesta bailan de forma casi ritualística la canción de los Revolutionaires que conmemora la historia del esclavo Kunta Kinte, son secuencias que, radicalmente alejadas de la explotación barata, nos exhiben desde la inteligencia la furia contenida del migrante y la reticencia de la sociedad blanca para aceptar a seres humanos que décadas atrás eran considerados poco más que animales.

El resultado, profundamente innovador como experiencia fílmica y potentísimo como manifiesto político/emotivo, coloca a Steve McQueen (‘Hunger’, ‘Shame’, ’12 Years a Slave’, etc.) como uno de los directores más brillantes en activo. Un director cuya habilidad formal se mezcla con la brillantez del activista que prefiere entregar un mensaje no desde el escándalo dramático, sino desde la disección de los símbolos que constituyen una cultura y su cotidianidad. 

Larga vida a la sudorosa magia mística de la música y la danza.

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