Zootopia (2016)

La trama seguía a un joven que por accidente viajaba en el tiempo a la década de los cincuenta. Una vez ahí –para asegurar su futura existencia– debía propiciar el encuentro amoroso de sus padres, y de paso inventar el rock and roll frente a un público atónito de adolescentes que por primera vez en sus vidas escuchaban la alucinante guitarra de Johnny B. Goode. Dudo haber entendido una décima parte de aquella trama a mis tres años de edad, pero había conocido por primera vez el cine y poco más importaba.

Esa escena de mi infancia es lo primero que me viene a la mente tras ver Zootopia –la nueva cinta animada de Disney que dentro de poco rebasará la frontera de los mil millones de dólares recaudados en taquilla– mas no por aquel sentimiento epifánico del niño que comienza a descubrir el cine y todo lo que en él habita, sino por la noción de que el motor de las cintas infantiles de hace poco más de dos décadas era el entretenimiento, y el de hoy –cada vez con mayor frecuencia– es el adoctrinamiento.

Ese adoctrinamiento no es exclusivo del cine del siglo XXI, no hace falta mas que recordar la estructura clásica de las fábulas, con sus siempre presentes enseñanzas morales y sus códigos básicos para convivir en sociedad, sin embargo resulta cada vez más notable el deseo del cine infantil contemporáneo por adaptar a los nuevos usuarios del mundo a un régimen profundamente cimentado en la noción de lo políticamente correcto.

Zootopia es un perfecto ejemplo de lo anterior: el relato narra las aventuras de una conejita inmersa en un mundo donde los animales han evolucionado de tal forma que ahora han aprendido a convivir en sociedades civilizadas –obviemos las necesidades proteínicas de los animales carnívoros y sigamos adelante–. El punto es que, a pesar de los avances sociales de los animales, cuyo epicentro es una gran metrópolis llamada Zootopia, la discriminación entre depredadores y presas sigue existiendo, situación que funge como motivador del papel de la protagonista: una coneja que desea ser oficial de policía a pesar de ser un trabajo no apto para un animal de presa.

La trama del filme es ágil y está plagada de personajes divertidos e incluso entrañables –véanse las secuencias de la musaraña Corleone– lo que convierte a la película en una pieza inteligente de cine para niños, que se atreve incluso a jugar con un par de giros argumentales que rompen con el esquema puramente lineal del cine de corte infantil clásico. Sin embargo, el halo adoctrinante es evidente y reiterativo a lo largo de todo el metraje: las tramas infantiles del siglo XXI cada vez se alejan más de la dicotomía del bien contra el mal encarnado en un villano arquetípico, para combatir al mal encarnado ahora en la noción de discriminación y derrotado a través de la equidad. Los nuevos héroes son los paladines de esa máxima –linda pero falaz– que reza que “sin importar quién seas, o de dónde vengas, tú puedes ser lo que quieras ser”. No digo que esté mal, es tan solo una señal interesante de los tiempos que ahora nos tocará vivir.

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