The Irishman (2019)

Cuando el periodista musical Ed Bradley le preguntó a Bob Dylan en el 2004 sobre sus primeros éxitos, Dylan respondió entre serio y melancólico: “No sé cómo escribí esas canciones… se escribieron como por arte de magia… no puedo hacer eso ahora”. La frustración del ahora premio Nobel de literatura encarna el drama del artista que en un punto dado de su carrera empieza a ver sus mejores obras por el espejo retrovisor. “No puedes seguir haciendo lo mismo por siempre…” declaraba Dylan casi apenado, “…ahora puedo hacer otras cosas, pero ya no puedo escribir así”.

Cinco décadas han pasado desde que Martin Scorsese estrenó su primer largometraje, y su filmografía, aunque irregular, cuenta con un cúmulo de piedras angulares que le han valido la justa trascendencia como uno de los cineastas más virtuosos del siglo XX. Director arriesgado donde los haya, Scorsese no sólo es el responsable de algunas de las cintas más icónicas y revolucionarias de la historia de Hollywood, sino un conocedor enciclopédico del cine como medio de innovación estética, como objeto subversivo, y como producto artístico en general. Vamos, la peor pesadilla de un productor de cine asociado a ese Hollywood institucional que durante las últimas dos décadas ha probado ser alérgico a la palabra “riesgo”.

Sin embargo, las dudas sobre si Scorsese a sus 77 años era aún capaz de conectar con el público contemporáneo se hicieron patentes tras el fracaso de su última película, Silence, que apenas pudo recaudar la mitad de los cincuenta millones que costó producirla, y peor aún, tras la andanada de declaraciones en las que Scorsese atacó con desparpajo al gran totem fílmico del siglo XXI: el cine de superhéroes.

Es por esto que la revelación de que NETFLIX invertiría 150 millones de dólares en una película de tres horas y media sobre Jimmy Hoffa, dirigida además por Scorsese, sonaba no sólo descabellada sino comercialmente suicida. Una vez visto el resultado final sigo pensando que la búsqueda de NETFLIX por prestigio le está saliendo demasiado cara, pero agradezco, como si de un milagro altruista se tratase, que hayan financiado la creación de una de las piezas de cine más virtuosas y arriesgadas que se han proyectado en una pantalla de cine en años recientes.

Virtuosa porque no hace falta mas que ver el trabajo del cinefotógrafo mexicano Rodrigo Prieto, quien a pesar de sacrificar las florituras estéticas en pos de una fotografía subordinada en todo momento a la funcionalidad de la historia consigue crear secuencias de gran belleza; o la impecable banda sonora de Robbie Robertson, que va de los homenajes más flagrantes a filmes como The Godfather hasta piezas tremendistas en las que los cellos se rasgan como heraldos de desgracia y muerte; o la habilidad casi sobrenatural de la editora Thelma Schoonmaker para cortar un largometraje que a pesar de su duración no tiene una sola secuencia sobrante que no aporte algo indispensable para su construcción narrativa o atmosférica.

El riesgo fue enorme: hacer un filme de 209 minutos con pocas secuencias de acción, poca violencia y sexo nulo, que confíe únicamente en el poder del lenguaje y las actuaciones para generar la tensión necesaria para no perder al espectador, es una misión que se antoja prácticamente imposible. Sin embargo Scorsese lo consigue gracias al extraordinario guion adaptado de Steve Zaillian, y al virtuosismo de tres actores que muchos habíamos dado ya por muertos: Al Pacino, Joe Pesci, y Robert De Niro, que en sus respectivos papeles dan cátedra de un talento histriónico que al menos este año no tiene parangón.

El devastador relato de Frank Sheeran, un matón de poca monta que asciende en el mundo del crimen gracias a su lealtad, funciona como el cierre perfecto para la obsesión de Scorsese con la mafia estadounidense. Cierre que Scorsese filma esgrimiendo sus mejores armas, referenciando su propia filmografía, y demostrando con esa combinación de tragedia, barbarie y delicadísimo humor, la diferencia entre el cine que se escribe con minúsculas y el que lo hace con mayúsculas. Una vez concluidas las tres horas de ese complejo ejercicio en torno a la desmitificación del poder, resulta casi impensable que el director de Casino y Good Fellas regrese al tema después de The Irishman. Estamos ante el ocaso de un enorme director, y ante la despedida de un cúmulo de los mejores actores que ha dado Hollywood en toda su historia. Harán otras cintas después, pero esta se siente como un punto climático irrepetible. Pocos artistas son lo suficientemente afortunados para despedirse con un estallido de este calibre, y tanto ellos como nosotros somos afortunados de que esto haya sucedido.

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