Es difícil no sonar viejo en esta época. Nuestro planeta se desplaza por el espacio a la misma velocidad de siempre, pero los humanos que lo habitamos vamos cada vez más rápido, enfrascados en una carrera enloquecida contra nosotros mismos. Sé que estoy sonando decrépito y apenas llevo tres líneas de texto, pero resulta innegable que los “trends” de la humanidad se evidencian cada vez más inestables, más frenéticos, y más efímeros. Vamos, nada me hace sentir más viejo que encontrar por error un meme de hace cinco años con su codificación de humor caduco.
Lo repito: resulta difícil no sonar viejo en estos días de cambio constante y vertiginoso, sobre todo cuando se habla en favor de uno de los artes más antiguos de la humanidad: la escritura.
No me malinterpreten. No pretendo ser el clásico papanatas que alega que “hoy en día nadie lee”, como si todos nuestros ancestros fueran fanáticos de Quevedo o Cervantes. No lo creo. Es más, casi puedo afirmar que la humanidad del siglo XXI lee más que nunca (al menos en comparación con los ridículos porcentajes de lectura de aquellas épocas no tan lejanas, en las que ese placer estaba reservado al clero o a los sectores más encumbrados de la sociedad). Pero lo que sí es cierto es que hoy, al igual que ayer, y antier, y hace cincuenta años, la literatura es un arte ajeno al desaforado número de consumidores que reporta, por decir algo, cualquier blockbuster hollywoodense.
Es por esto que me maravilla que un director haya sido capaz de conseguir 25 millones de dólares para filmar una película sobre el poder de la palabra escrita, y sobre la cada vez más inviable aventura de ensamblar una publicación impresa de pretensiones culturales por puro “amor al arte”. Con esa sinopsis el 99% de los productores le habrían cerrado la puerta en las narices a cualquier cineasta, sin embargo Wes Anderson es uno de los pocos directores que puede hoy en día salirse con la suya planteando ese nivel de riesgo temático y comercial.
Concebida como un homenaje al periodismo y en particular a las cada vez más escasas publicaciones impresas estilo ‘The New Yorker’, en donde la calidad de los textos continúa siendo más importante que los likes, la más reciente obra de Anderson se estructura como una traducción audiovisual del último número de un suplemento periodístico llamado ‘The French Dispatch’, que durante años se editó desde el ficticio pueblo francés de Ennui-sur-Blasé (traducido literalmente como “aburrimiento sobre apatía”).
Es así como el público, conforme el filme avanza, va pasando junto con Anderson las páginas del último número del French Dispatch, ejecutado en pantalla en la forma de cuatro historias periodísticas completamente disímiles, unidas por el hilo conductor del placer de la creación literaria, y por la aventura que implica desentrañar el breve catálogo de personalidades de esos seres que viven para ser testigos del mundo y preservarlo en palabras.
La descripción inconsecuente de un pueblo perdido como alegoría de la evolución social del mundo, la anécdota de un pintor convicto como ejemplo de la fantasía inalcanzable del artista “puro”, la historia de un joven anarquista que nos hace caer rendidos ante la bella estupidez de la juventud, y el magistral cierre del suplemento con un texto culinario que deviene en thriller policiaco, componen el viaje literario que Anderson construye en el que tal vez sea su filme más denso hasta la fecha.
La consabida obsesión de Anderson por generar personajes discursivamente hábiles llega a su punto más elevado (y por momentos exagerado) en ‘The French Dispatch’, ya que desde el primer minuto los diálogos del filme se suceden como ráfagas de metralleta, completamente recargadas con referencias, dobles sentidos, ironías, y demás linduras, que en su frenético ritmo declamatorio nos recuerdan las ventajas de la palabra escrita sobre la que uno puede detenerse y regresar a placer. El problema radica en que, al no estar el público leyendo una revista, puede tomar un poco de tiempo ajustarse mentalmente a la velocidad narrativa de la cinta, cuya constante demanda de concentración agobiará a más de uno.
Sin embargo, una vez superado ese ajuste, lo que queda es una de las películas más genuinamente bonitas del cineasta estadounidense. Un remix conceptual salpicado de genialidad, que a pesar de meter la nariz en decenas de temas para no concluir demasiado, plantea preguntas que bien valen la ausencia de respuestas.
El estilo audiovisual preciosista/neurótico de Anderson permanece intacto y hará las delicias de sus eternos seguidores, pero lo más notable resulta comprobar el hecho de que no hay un cineasta vivo con tanta libertad como Wes Anderson, y francamente me maravilla ver una película que sea capaz de jugar de forma tan gloriosamente desmadrosa con temáticas y actores, e incluso con ese abanico de formatos cinematográficos. ‘The Grand Budapest Hotel’ sigue siendo el filme más notable de Wes Anderson, pero ‘The French Dispatch’ es la obra que más lo retrata, y en la que vuelca con más meticulosidad su ADN creativo. Celebro que le hayan dado esos millones, pero sobre todo celebro que en este mundo de métricas y likes una película de esencia tan maravillosamente decrépita esté en pantalla.