Spencer

Pocas cosas más emocionantes que ver a un Dios derrumbarse, y para nosotros, los mortales que día tras día emprendemos el interminable ciclo de Sísifo de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, el colapso de los dioses mediáticos se ha convertido en una de las pocas cosas que nos permiten reenfocar la imaginación en algo más que nuestros propios fracasos. Suena patético pero es cierto: la caída en desgracia de alguien célebre nos provoca un placer inconfesable y mezquino, pero profundamente humano. 

Casi siempre el humor y la revancha suelen ser los dos elementos emocionalmente rentables detrás del mecanismo que convierte a la desgracia de un ser humano en un espectáculo, sin embargo, en ocasiones verdaderamente atípicas, el derrumbe de una celebridad ocurre en contra de los deseos del público, y la opinión popular decide respaldar a la celebridad que sufre bajo las luces del “prime time”.

El caso de Diana de Gales es tal vez el ejemplo más claro de ese fenómeno, y no es de sorprender que después del luto obligado, los medios hayan comenzado a lucrar con el recuerdo del célebre caso de la princesa que causó más daño a la imagen de la corona inglesa que cualquier conflicto bélico o político del siglo XX.

La tarea que el director chileno Pablo Larraín emprendió al adaptar la vida de la princesa Diana sonaba en extremo complicada. Por un lado el personaje fue tan mediático que contar algo que no se hubiera reflejado ya en los tabloides sonaba casi imposible, pero lo peor del asunto era que todo su público llegaría a las salas de cine con la imagen de la Diana que NETFLIX había retratado en la serie de drama más vista y premiada del 2021.

Ante los evidentes obstáculos Larraín escogió ensamblar un biopic completamente inesperado, cuyo objetivo radica en construir la biografía emocional de Diana a partir de un brevísimo instante de su vida: la cena navideña que la reina Elizabeth organizó en un palacio de Norfolk en diciembre de 1991. Un evento históricamente intrascendente, sobre el que Larraín construye un drama psicológico impecable, que tiene más en común con el horror de ‘The Shining’ que con un libro de historia, pero que al mismo tiempo constituye el esfuerzo más brillante que he visto en torno al violento proceso de deshumanización al que se someten, voluntaria o involuntariamente, los miembros de las instituciones monárquicas.

Menciono a ‘The Shining’ porque Larraín retoma precisamente la idea del horror arquitectónico de Kubrick para elaborar, a partir de la estructuración opresiva del palacio, y de las violencias espaciales que se ejercen contra Diana (véase la escena en la que cosen las cortinas), una representación alegórica extraordinaria de lo que implica “la corona”. El gran villano de ‘Spencer’ no es Charles o la Reina, es el palacio mismo, es el concepto de la corona, que ha convertido a ese cúmulo de seres humanos “libres”, en un grupo de autómatas que requieren un manual de instrucciones para ejercer una acción física, y para los que cualquier manifestación emotiva resulta una debilidad imperdonable. Nunca había yo visto una película que mostrara con tal brillantez algo tan evidente: que tanto Diana como la Reina son víctimas de ese concepto intangible y grotesco: “la corona”.

Es precisamente ese modo de abordar la historia de Diana lo que convierte al filme en una pieza de cine que, a pesar de tener un elenco espectacular, debe estar comandada por una sola figura. Kristen Stewart se erige así como el único ser humano en esta película de zombis reales, a los que en su desaforado hartazgo decide combatir con la única arma a su disposición: la disrupción de las normas. Y como esas normas lo dominan todo, incluyendo el cuerpo de la princesa, la forma en la que el personaje de Stewart retoma el control de su vida es desbaratando voluntariamente ese corporalidad rubia y bien parecida que la realeza intenta pavonear como símbolo de pureza frente a los paparazzis.

La experiencia cinematográfica de ‘Spencer’ está anclada en la violenta incomodidad que se le transmite al espectador a través de su empatía con Diana, sin embargo la forma en la que Larraín representa el concepto de liberación anárquica que encarnaba la princesa, y lo vacía en un drama narrado en clave de horror, donde la realidad y la imaginación de Diana chocan constantemente en un mismo plano, me pareció de una belleza verdaderamente inusitada. Todo esto sin contar que la estructura narrativa se ve potenciada a niveles escandalosos de virtuosismo por la extraordinaria banda sonora de Johnny Greenwood, la gélida fotografía de Claire Mathon, y por la impecable actuación de Kristen Stewart, quien consigue en esta película la mejor interpretación de su carrera.

Dentro de los incontables diálogos memorables que habitan en el guion de Steven Knight, hay un momento en el que Charles le dice a Diana que cada miembro de la realeza es al mismo tiempo dos personas: la persona real y a la que la prensa le toma fotos. Diana lo mira incrédula. Es la única en ese palacio que entiende la ingenuidad de Charles, de la reina, y de todos los que en él habitan. Es la única que ve con lástima y horror a esos dioses que sueñan con libre albedrío desde una prisión en ruinas, que se desmorona para el placer de todos nosotros. 

GÉNEROS
ESPECIALES
PODCAST

El podcast de @pelidelasemana. Chismes, rants, y todo lo que (no) debes saber sobre el séptimo arte.

Suscríbete

Apple PodcastsSpotify