¿Qué tan influenciados estamos por el entorno que nos rodea al momento de realizar un juicio de valor sobre una obra de arte? Por desgracia, conforme el hombre se desarrolla intelectualmente, descubre que es imposible alcanzar ese mítico acercamiento a un producto artístico, mediante el que, desde la más completa ignorancia social, consiga procesar una obra determinada con la única influencia de sus inherentes gustos personales. Es por lo anterior que actos como despreciar un Picasso, vilipendiar a Joyce o quemar discos de The Beatles, no por deseo contestatario sino por convicción estética, son extremadamente escasos.
Esta preconceptualización a la hora de acercarnos a un filme, mediante la que decidimos previamente si éste va a sastisfacernos o no, es la única explicación que encuentro para el extraordinario consenso popular positivo que ha recibido The Cabin in the Woods, primera incursión de Drew Goddard como director cinematográfico después su exitosa carrera como guionista, en la que participó tanto en series televisivas como en el interesante largometraje de Matt Reeves: Cloverfield.
En The Cabin in the Woods, Goddard intenta erigirse como el reinventor absoluto del género de terror de casas malditas, el cual resurgió con fuerza gracias a la serie de Paranormal Activity y a esfuerzos muy valiosos como Insidious, pero que de forma previsible ha vuelto a estancarse una vez más.
Para lograr dicha reinvención, Goddard parte de la clásica historia de un grupo de amigos que, en un intento por alejarse del mundanal ruido, deciden pasar un fin de semana en una solitaria casa de campo en las afueras de la ciudad. Sin embargo, conforme dicha trama se desarrolla, de forma paralela se exhiben los mecanismos mediante los que una misteriosa organización, compuesta aparentemente por científicos bastante serios y bien vestidos, opera la casa para liberar toda clase de maldiciones dentro de sus cuatro paredes, con el objetivo de acabar con aquellos que decidan entrar en ella.
Este acercamiento cerebral e inicialmente poco supersticioso que plantea Goddard, actúa como un elemento anticlimático en las secuencias de terror que acontecen en la casa, ya que, como ejemplo, mientras una niña zombi intenta desmembrar con su único brazo a alguno de los incautos visitantes, Goddard decide cortar la tensión con la celebración, interesante, innovadora, pero anticlimática al fin y al cabo, de los científicos que operan el destino de la casa, generando que esta dualidad narrativa empuje a la película a un rubro cómico en vez de a uno terrorífico.
Estructuralmente la cinta divide su trama en dos partes: la primera, siempre inmersa en un tono de comedia tipo Shaun of the Dead, funciona como un homenaje a cintas clásicas de terror en aislamiento, tomando como eje central a la saga de Evil Dead; por el contrario, la segunda parte deja ir toda la contención que la cinta había mantenido hasta el momento, al justificar la primera sección del filme con algo que, lejos de acercarse a la racionalidad que aparentemente se ocultaba en el misterio inicial, estalla en una auténtica orgía de referencias pop al cine de terror, mezcladas con una aparente grandilocuencia visual y narrativa que únicamente exhibe una avalancha descomunal de inconsistencias, la cual no sólo invalida por completo la fallida creación de tensión en la primera parte, sino que llega a cruzar la línea entre la comedia y el ridículo.
Con actuaciones simplonas, y divertida como puede serlo una trivia para los amantes del género de terror, The Cabin in the Woods apela primero a la nostalgia del espectador, para luego mandarlo a un mundo mágico, absurdo y desaforado, que se corresponde más al sueño masturbatorio de un adolescente que a lo que esperábamos de un personaje con la inteligencia de Goddard.
Todo lo anterior deja en el aire el principal acertijo de la película: ¿por qué ha sido tan bien recibida? Ya que, a pesar de mis intentos por justificarlo en los primeros párrafos de este texto, sigo sin entender por completo el fenómeno. Lo único claro es que, al día de hoy, Goddard es mucho mejor publicista que director.