Es impactante cómo la memoria selectiva de los grupos sociales es incapaz de cerrar ciertas heridas que, implantadas en lo más profundo del imaginario colectivo de un pueblo y supuestamente cosidas infinidad de veces, terminan supurando y estallando en sangrientas manifestaciones de la rabia social más animal, la cual se transmite de generación en generación despojada en muchas ocasiones de su origen histórico, y se alimenta de una poderosa base de prejuicios y mitos que crecen con el paso de los años a través de la irracionalidad del odio. Odio que tal vez es el único elemento capaz de generar dichos enconos milenarios y que en la mayoría de las ocasiones ve su génesis más poderosa en la guerra.
Para ejemplo de lo anterior, resultaría fácil mencionar el vigente trauma del pueblo alemán con lo que hicieron sus antepasados durante la Segunda Guerra Mundial, evento en el que todos los involucrados tuvieron su parte de sanguinarios villanos y sin embargo sólo se satanizó al vencido. Sin embargo, es el ejemplo que la directora española Icíar Bollaín escoge para desarrollar su quinta película, uno mucho más idóneo para representar esa transmisión generacional del trauma que ejerce el vencedor sobre el vencido: el descubrimiento de la Nueva España.
Una productora española decide hacer una cinta sobre la llegada de Cristóbal Colón a la isla de Santo Domingo, sin embargo, con el objetivo de ahorrar lo más posible, escogen una serie de locaciones cerca de Cochabamba, Bolivia, semanas antes de que estalle la famosa guerra del agua ocurrida en el año 2000. Es esta premisa, en la que se establece un camino de colisión inminente entre el mundo indígena contemporáneo y los clichés más recurrentes asociados al descubrimiento de América, el núcleo narrativo de También la lluvia, filme dirigido por Icíar Bollaín y escrito por su esposo, Paul Laverty, habitual colaborador del director británico Ken Loach.
Con un reparto envidiable compuesto por el siempre efectivo Luis Tosar, como el productor en jefe de la película, Gael García, como el director de la misma, un brillante Karra Elejalde como Colón y el sorprendente Raúl Arévalo como el indígena estrella de la superproducción, También la lluvia consigue elaborar un relato interesante que ilustra, por un lado, el racismo milenario que se vierte de parte de los conquistadores hacia los conquistados y, por otro, el odio que permanece latente, incluso quinientos años después, dentro de la mente del pueblo vencido. Todo lo anterior aderezado con una exhibición de la desaforada precariedad en la que quedaron sumidos algunos pueblos sudamericanos, cuyo avance después del descubrimiento de América ha sido en muchos casos prácticamente inexistente.
La guerra del agua boliviana, acaecida cuando una compañía privada, que manejaba la distribución del agua en el país, decidió cerrar los pozos clandestinos de los indígenas campesinos y subir desaforadamente sus cuotas, funciona como una estupenda analogía entre ese espíritu colonizador de las compañías transnacionales modernas y el de aquellos hombres que (de acuerdo al poco objetivo cliché histórico) llegaron al nuevo mundo motivados por una desmedida ambición.
Por desgracia, el relato, que tiene un inicio conciso y bien estructurado, no consigue mantener el equilibrio a lo largo de la cinta y cae, durante el último tercio, en una conclusión que peca de moralista y adoctrinadora, situación que dado el tema era difícilmente evitable, pero que definitivamente actúa en detrimento de la apreciación del filme.
A pesar de todo, También la lluvia le regala al espectador una historia interesante plagada de secuencias de alto impacto, que incitan a la posterior reflexión de un tema que sigue calando con fuerza en el espíritu popular sudamericano y que, como cualquier manifestación de odio, discriminación o racismo, comienza con un hecho histórico puntual y se emite, de generación en generación, a través del prejuicio y la ignorancia.