Para Andrei Tarkovsky –junto a Sergei Eisenstein el cineasta más reconocido que nos dio Rusia en el siglo XX– la ciencia ficción está ineludiblemente vinculada a la materialización de deseos imposibles, pero sobre todo secretos. Ese inconsciente freudiano, que hasta cierto punto nos controla orientando nuestras acciones en torno a la satisfacción de deseos que ignoramos pero que yacen latentes en los resquicios más ocultos de la psique, adquiere una majestuosa cualidad física en los dos filmes sci-fi que Tarkovsky adaptó a lo largo de su filmografía.
Ya sea a través de la materialización de los recuerdos más potentes de sus protagonistas en Solaris, o mediante la promesa de satisfacción del deseo más primario de un ser humano en la Zona de Stalker, la ciencia ficción de Tarkovsky se fundamenta en la alegoría de la lucha del ser humano contra sus instintos más primarios, pero sobre todo en el terror que nos inspira no conocernos del todo: el horror de intuir que en algún compartimento mental, cerrado bajo las cadenas de nuestros prejuicios y códigos morales, escondemos deseos de la más abyecta bestialidad.
En Stalker una colisión extraterrestre ha generado en la Tierra una especie de anomalía geográfica bautizada como “la zona”: lugar cuya peligrosidad ha llevado al gobierno ruso a cercarlo con sus fuerzas armadas. Sin embargo, cuenta la leyenda que en el centro de La zona existe un cuarto con la capacidad de cumplir el deseo más potente de aquel que lo visite. La promesa, enfrentada a la codicia humana, da lugar a un flujo de turistas ilegales que buscan llegar al mítico cuarto con la ayuda de un selecto grupo de mercenarios llamados stalkers, que fungen como guías dentro de la impredecible Zona, cuya concepción espacio-temporal se rige por una serie de reglas anómalas que en todo momento desafían al sentido común.
Un escritor en busca de inspiración, un científico ansioso por encontrar respuestas, y un taciturno stalker, son los integrantes de la expedición que Tarkovsky organiza rumbo a las motivaciones y anhelos de una humanidad que, a pesar de su marcado individualismo, se encuentra obsesionada por satisfacer las expectativas que se tienen de ella. Una humanidad compuesta de individuos que, bajo el velo de la moral social, ocultan deseos a los que voluntariamente deciden no enfrentarse nunca.
Parca en diálogos y de trama sencilla pero brillante, Stalker es una pieza de cine ensamblada en torno a la magistral definición de una atmósfera que se muestra eminentemente post-apocalíptica, pero que se construye en torno a un profundo naturalismo donde constantemente se enfrenta la destrucción de la civilización con el florecimiento casi sensual de una naturaleza que lo devora todo.
Planteada como un ambicioso poema de ambigüedades irresolubles y verdades universales, Stalker es una de las películas más hermosas y terribles de la filmografía de Tarkovsky, en la que además reside la ominosa carga simbólica de haber sido la obra que años después devoraría a su autor, carcomiéndolo con el cáncer que engendraría la radiación de las locaciones escogidas para su filmación.
El artista muere, pero la obra queda frente a nosotros magistralmente terminada. En sus pinceladas adivinamos que el cuarto mágico de La zona está aquí, muy dentro de nosotros, esperando pacientemente a que algún día tengamos el valor de abrir la puerta y entrar, sacrificándolo todo por descubrir lo que en verdad somos. La promesa de gozo es infinita. Las consecuencias aterradoras. La puerta yace ahí, cerrada.