Wild Wild Country (2018)

Creo que nadie podrá oponerse a la afirmación de que el hombre es un animal particularmente sensible a su entorno, y que de igual forma “el cambio” y “lo diferente” suelen ser elementos que le generan un rechazo casi instintivo. Animal de costumbres, el hombre ha subsistido durante años enfrascado en una eterna lucha contra sí mismo y contra sus hábitos más arraigados, mientras en cada una de sus acciones esgrime con patético orgullo la irresoluble paradoja que lo gobierna: el miedo a la muerte y el miedo a la renovación.

Es en buena medida la búsqueda del estatismo el fundamento estructural de las sociedades modernas, esgrimiéndose en sus leyes el deseo de preservar a toda costa a una sociedad determinada (inmortalidad frente al miedo a la muerte) y la búsqueda de una estabilidad social que no es otra cosa que un afán de estatismo frente al horror de una renovación radical. Es aquí a partir de donde surge el gran problema humano: el encuentro de dos sociedades fundamentadas en los deseos de inmortalidad y confort estático, que ven en la búsqueda de la inmortalidad del otro una amenaza a su propia existencia. Y es ahí, en la génesis de ese eterno conflicto humano, que surge la increíble historia de Wild Wild Country.

Dirigido por los hermanos documentalistas Chapman y Maclain Way, el filme narra la increíble historia de una comuna espiritual india que tras cosechar una considerable cantidad de seguidores de la clase media-alta estadounidense, decide mudar su núcleo central de Pune –ciudad ubicada al noroeste de la India– a un pequeño pueblo perdido en Oregon, Estados Unidos.

Encabezada por un misterioso gurú de nombre Bhagwan Shree Rajneesh, que fundamentaba sus enseñanzas en una extraña reverencia al capitalismo, y en una catártica liberación de los impulsos sexuales de sus seguidores, la secta compra un monstruoso terreno inhóspito de miles de hectáreas y desarrolla en apenas unos meses, con ayuda de sus seguidores, la estructura de una compleja ciudad sustentable con comercios, huertos, lagos artificiales y un sorprendente complejo de vivienda.

La inesperada capacidad de acción de la secta genera de inmediato una oleada mediática de sorpresa que los coloca en el centro del mapa noticioso, fomentando un sinnúmero de reportajes que además de centrarse en la eficiencia de los adeptos de Bhagwan, comienzan a perfilar el conflicto que fungirá como eje de la serie: el repudio que el pequeño pueblo de jubilados estadounidenses de Antelope manifiesta ante la idea de tener por vecino a un gigantesco grupo de hipersexualizados capitalistas new-age.

A lo largo de seis horas, Wild Wild Country se adentra de forma didáctica y “objetiva” (todo el material se desprende de grabaciones noticiosas y de una serie de entrevistas en las que los involucrados que aún se encuentran con vida exponen su “verdad”) en un hecho que bien podría haber salido de la pluma de George Orwell, y que en su insignificancia histórica le permite vislumbrar al espectador, con la claridad de un laboratorista que ve la lucha de dos microorganismos en un microscopio, la gama de claroscuros que suelen desprenderse de las luchas sociales atizadas por el temor a lo diferente, donde básicamente nadie, ni los ofensores, ni los ofendidos, tienen la razón; los burdos pero efectivos mecanismos de manipulación ideológica que se ejercen en cualquier sistema religioso y/o político; y la profunda fragilidad de los movimientos que dependen de una sola cabeza.

Con gran habilidad narrativa, los hermanos Way crean un estupendo escaparate de los mecanismos más lamentables de la sociedad occidental, reflejados en el espejo de un culto que busca cambiar los paradigmas de la humanidad, pero que en sus limitaciones intelectuales termina recurriendo a los mismos mecanismos de la sociedad a la que busca enfrentar. ¡Vaya locos! dirán algunos, pero ¿acaso soy el único al que le sonó familiar el uso de intentos de asesinato, el reclutamiento de vagabundos, la carrera armamentista, o las promesas de una utopía insostenible con fines políticos? Tal vez siempre hemos vivido en Rajneeshpuram y ni cuenta nos habíamos dado.

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