Slow West (2015)

Se terminó la era del western como pieza de entretenimiento para las masas. Lejos quedan aquellos años en los que la cartelera era dominada por John Wayne, Eastwood o Franco Nero –cada uno en su respectiva época–, y por las aventuras de esos hombres: arquetipos de virilidad, justicieros silenciosos e implacables; que vagaban por el desierto enfrentando a maleantes o belicosos pueblos indígenas. Vivimos en la era del efecto especial, y la acción de pistolas cubiertas de arena ha dejado de emocionar a las nuevas generaciones. Es por esta razón que el western ha sido adoptado en los últimos años por un puñado de directores independientes que buscan, más que el entretenimiento puro y duro, aprovechar las posibilidades estéticas y emocionales de dicho género desde una vertiente más “artística” –una palabra más que la modernidad ha despojado ya de todo significado–.

Slow West, ópera prima del director escocés John Maclean –ex Dj y ex tecladista de The Beta Band– recupera la estructura narrativa del western clásico –una trama lineal con un objetivo claramente determinado, que es perseguido por un cúmulo de personajes que fungen como arquetipos de bondad y maldad con poco desarrollo de motivaciones o pasado– y la utiliza como un vehículo para soportar al verdadero protagonista de la cinta: la cinematografía.

La historia es simple: un joven de hermosas facciones andróginas, interpretado por Kodi Smith-McPhee, abandona su hogar en Escocia y se embarca rumbo a América para perseguir al amor de su vida, encontrando a su paso por el salvaje Oeste incontables peligros y la ayuda de un mercenario interpretado por el casi siempre sobresaliente Michael Fassbender, quien lo ayudará a llegar del punto A al punto B de la trama, y a enfrentar a una banda de maleantes liderada por el veterano Ben Mendelsohn, que ha decidido seguirlos. Un arduo camino y un clímax. Un vengador silencioso y un chico inexperto que aprenderá, de la mano del público, “los peligros del salvaje Oeste norteamericano”. Las pretensiones narrativas son más bien moderadas.

Sin embargo, el camino iniciático del protagonista es adornado por la vistosa lente de Robbie Ryan (Fish Tank, Philomena, etc.), quien a lo largo de hora y media de metraje da cátedra de las grandes posibilidades visuales del cine en formato digital: definiciones altísimas que permiten apreciar cada espiga de trigo como un ente individual en un campo que se mueve al compás del viento; travellings lejanos que siguen lateralmente a los personajes en mundos de colores estallados y contornos hiperdefinidos –efectos que para lograrse en celuloide habrían requerido postprocesos de una minuciosidad incosteable, y que la era digital ha puesto al alcance de unos cuantos clics–; que aunados a una gran habilidad compositiva dan como resultado un espectáculo visual memorable, que por momentos opaca a la historia que se desarrolla ante los ojos del espectador.

El debut de Maclean es un sólido cuento de hadas inmerso en un mundo hiperviolento, profundamente sencillo en fondo, pero correctamente ejecutado y terriblemente vistoso en forma, que funge como buena carta de presentación para un nuevo director que habrá que seguir de cerca.

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