Rosemary’s Baby (1968)

Parangón idealizado de belleza y ser de intelecto históricamente menospreciado, la mujer se ha visto reducida a lo largo de su historia a una condición de símbolo, y su cuerpo a una condición de herramienta reproductiva y sexual. Sale sobrando decirlo, pero queda claro que aún en nuestros días la visión masculina de lo femenino es ley.

Prácticamente todas las representaciones femeninas en la historia del arte han sido filtradas a través de la mirada masculina de sus creadores, e incluso en un arte tan joven como el cinematográfico, las narrativas femeninas filmadas por mujeres sorprenden cuando dinamitan los antiguos conceptos que las habían definido, presentando situaciones y puntos de vista que al surgir de experiencias propias resultan impensables para los cineastas masculinos, y para un público acostumbrado a la tradicional visión masculina de lo femenino.

Sin embargo, dentro de esa ceguera histórica que durante décadas encajó a los personajes femeninos en el contorno de la cuadratura intelectual masculina, existen ejemplos notables de cineastas que intentaron representar con mucha inteligencia, y cierto rigor, personajes femeninos complejos y narrativamente autónomos. Directores como Ingmar Bergman, John Cassavetes, o Roman Polanski, crearon personajes femeninos portentosos, siendo este último además el autor del primer gran exponente “feminista” del cine de género moderno, Rosemary’s Baby: adaptación de la novela homónima de Ira Levin, que funge como una aterradora disertación sobre la imposibilidad de la mujer para decidir sobre su propio cuerpo en un mundo regido por hombres.

Mudados recientemente a un edificio neoyorquino con un pasado siniestro asociado a la brujería, Rosemary y su esposo –el siempre extraordinario John Cassavetes– deciden embarazarse. Sin embargo, desde los primeros días de su embarazo, Rosemary pierde el control de su cuerpo ante las imperceptibles pero constantes violencias de su esposo, de su ginecólogo, y de unos vecinos entrometidos que buscan controlar por completo el proceso de su gestación.

La impotencia de Rosemary se transforma en horror cuando la insistencia de su círculo cercano por controlar su cuerpo adquiere tintes ritualísticos, y lo que en un principio se presentaba como preocupación cariñosa, deviene en una especie de obsesión malsana por recibir a un bebé que parece cada vez más revestido de un carácter perverso y sobrenatural.

En dos horas de metraje Polanski consigue generar una atmósfera que se descompone con una sutileza casi imperceptible, ejercitando con maestría uno de los elemento más interesantes del cine de horror: la construcción de una narrativa cotidiana que funciona con normalidad, pero que mediante pequeños detalles transmite la idea de algo casi imperceptible que está profundamente mal. Y es precisamente ese horror inexplicable e incomprobable, el que le permite a Polanski jugar con la salud mental de Rosemary –Mia Farrow en el mejor papel de su carrera– y con la percepción del público, que analiza las sospechas de la protagonista y se debate entre creerlas o descartarlas como desvaríos de una mujer histérica.

Es a través de ese brillante juego que Polanski convierte al público en aliado de los villanos del filme, y en cómplice de ese sistema que despoja a una mujer embarazada de todo tipo de autonomía intelectual, descartando cualquier opinión contraria a la norma como producto de su “histeria” o su “ebullición hormonal”, con lo que Rosemary’s Baby se erige, más que como una cinta de horror sobrenatural, como una crítica extraordinaria a los mecanismos que utiliza el sistema hegemónico masculino para dominar, coartar, convencer, manipular, y finalmente suprimir la participación social de su contraparte femenina.

Filmada casi completamente en interiores, la cinta asombra por su meticuloso diseño de producción, que abarca desde la barroca decoración de los departamentos, hasta el vestuario diseñado por Anthea Sylbert, cuyo objetivo era tranquilizar visualmente a los espectadores para generarles una sensación de calma a pesar de las sutiles señales de peligro insertas en el metraje, antítesis del diseño sonoro del filme, que con sus coros angélicos ligeramente desentonados y sus impredecibles disonancias, contribuye a generar una sensación de desasosiego que confronta la tranquilidad visual de lo que se ve en pantalla.

Nueve años después del estreno de Rosemary’s Baby, Roman Polanski, de cuarenta y tres años, fue detenido por abusar de Samantha Geimer, una chica de trece años de edad. La ironía de que uno de los filmes de lectura feminista más valiosos de la historia haya sido ejecutado por un abusador de menores es un amargo colofón que no le resta un ápice de valor a la obra, pero que nos recuerda que la congruencia no es precisamente una virtud innata del ser humano. En fin… HAIL SATAN!

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