Rocketman (2019)

Pop no es sinónimo de mediocre. Esa idea tan arraigada que busca denostar a lo popular como una manifestación de la ignorancia de las masas, ha sido durante años una de las grandes taras de aquellos que ejercitan la crítica cultural. ¿Hay acaso algo más pop que la letra de Blowin’ in the Wind escrita por el ahora Nobel de literatura Bob Dylan, o que las dos primeras películas de la trilogía de The Godfather, cuyo valor fílmico incontestable aunado a su desmedida popularidad han hecho sulfurar a más de un crítico cinematográfico? Las palabras “pop” y “arte” no son sinónimos de calidad; belleza y basura habitan en ellas por igual, y para prueba de esto no hace falta más que comparar Bohemian Rhapsody y Rocketman, dos fenómenos pop de reciente hechura que persiguen exactamente el mismo objetivo: hacer dinero con la biografía de un rockstar.

Ambas películas construyen su narrativa en torno a lo predecible: el azaroso trayecto desde el anonimato hasta la fama de un personaje con gran talento musical, que eventualmente se convierte en escaparate de una multiplicidad de adicciones, y finalmente en un relato de redención que mitifica (y mistifica) al proceso creativo como el gran elemento salvador del genio en desgracia. En ambas cintas el morbo por ver representados los caminos más lúgubres de la fama actúa como eje del melodrama, y como centro de las burdas campañas publicitarias que las rodean ¿Veremos a Freddie Mercury besarse con otro hombre en pantalla? ¿Habrá permitido Elton que lo veamos esnifar unas buenas rayas de coca en 4D? Sin embargo, mientras Bohemian Rhapsody se compadece con mojigatería de su protagonista utilizado, mangoneado y manipulado por todos cual muñeco sin libre albedrío, Rocketman trata a su personaje principal como un ser humano que es artífice, por voluntad propia, de sus glorias y sus desgracias; un hombre que por momentos desea destruirse a conciencia, y que en su infinita soledad juega con esa fantasía de autodestrucción a la que le debe en buena medida sus mayores éxitos. Mientras en Bohemian Rhapsody las adicciones son un agente externo que aniquila al genio, en Rocketman se ven como parte integral de una personalidad cuyo único goce radica en llevar las convenciones al límite para, eventualmente, detenerse un par de centímetros atrás del borde del acantilado.

No me malinterpreten, Rocketman en ningún momento deja de ser una fantasía hollywoodense que versa sobre todos esos clichés en los que se ancla nuestra idolatría al estrellato, sin embargo su narrativa, que en todo momento tiene el más que evidente propósito de revelarnos al ahora redimido, renovado y limpio Elton John, se percibe medianamente honesta a través de una perene atmósfera de autodesprecio, cuya catarsis le otorga al protagonista un halo de veracidad que se agradece.

En cuestiones cinematográficas, Dexter Fletcher consigue elaborar un espectáculo audiovisual de primer nivel, evidenciando un talento sobresaliente para construir secuencias videocliperas que, ya sea en el fondo de una piscina tras una sobredosis, o en el instante en que Elton se eleva (literalmente) en éxtasis creativo frente a su público, hipnotizan al espectador y dotan al filme de un ritmo narrativo atípico, en el que todas las secuencias se hilan casi como en un sueño, a partir de un frenetismo vertiginoso que deviene en elipsis brillantes y en saltos temporales de pasmosa agilidad, que evidencian el interés de Fletcher por generar algo más que una simple monografía fílmica.

Y ahí, en el centro de ese maremagnum de pirotecnia audiovisual tenemos a Taron Egerton, elección inmejorable cuya presencia física oscila con brillantez entre la extroversión más desaforada y la timidez más infantil. El mayor elogio que puedo hacerle es que lo veo y le creo: así imagino a ese chico regordete de Middlesex adicto al sexo, a las drogas, al alcohol y al frenesí de vivir hasta las últimas consecuencias. Salió casi ileso. He’s still standing.

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