Rabioso sol, rabioso cielo (2009)

   Laisse-moi devenir /

L’ombre de ton ombre, /
L’ombre de ta main, /
L’ombre de ton chien. /
Ne me quitte pas…
-Jacques Brel

Es el amor, en su calidad de bestia voraz, insaciable e incontenible, uno de los catalizadores más recurrentes para impulsar el acto de la creación artística dentro de la psique humana. Sin embargo, esa obsesión por explorar una y otra vez las mismas facetas relativas a las bondades y los horrores de la pasión, ha engendrado la falsa noción de que el tema está ya completamente agotado, esgrimiéndose como prueba de ello incontables obras cuyas excusas narrativas resultan endebles, carentes de imaginación e insoportablemente reiterativas.

Después de filmar El cielo dividido, cinta que le dio la capacidad de conseguir un mayor presupuesto de producción gracias a su buena acogida en taquilla, el director mexicano Julián Hernández decidió adentrarse en un nuevo estudio fílmico sobre el amor, que comenzó como un proyecto que reelaboraba la historia de un cortometraje que jamás llevó a cabo, para convertirse posteriormente en un filme al que la palabra “ambicioso” termina por quedarle corta.

Rabioso sol, rabioso cielo retoma la fascinación de Hernández por desentrañar los códigos del amor homosexual, utilizando como ejes narrativos a tres personajes disímiles pero complementarios, que se enfrascarán en una pugna por satisfacer sus deseos emocionales y sexuales, apropiándose cada uno, de manera simbólica, de uno de los tres elementos que Hernández asume como síntesis del deseo carnal.

El fuego, interpretado por Javier Oliván, que pasa sus días poseído por el fetiche de la búsqueda perene y obsesiva del amor; el viento, a quien da vida Jorge Becerra (el único de los protagonistas con previa experiencia en cine), que representa la parte onanista y autocontenida del amor; y el agua, interpretada por el joven Guillermo Villegas, que se asume como la pasión libre y pura, capaz de ofrendarse a cualquiera con tal de sentir que le otorga al mundo el regalo del amor, son los integrantes del trío mediante el que Julián Hernández plasma su arriesgada visión de la cosmogonía homosexual.

Inicialmente, la cinta sería rodada en color y representaría una historia basada en una serie de mitos prehispánicos, donde se involucraba a los tres elementos protagónicos y su búsqueda del amor. Sin embargo, conforme el proyecto fue avanzando, la idea de un prólogo citadino, que se alejara de la visión mística y mítica del colorido núcleo de la película, se hizo cada vez más potente, situación que finalmente dio lugar a un prólogo de dos horas en blanco y negro, y a un desarrollo colorido de poco más de una hora.

El extraordinario prólogo, que ancla la mitología del resto de la cinta a la cruel y decadente urbe mexicana, es tal vez donde más se exhibe el poderío compositivo de Hernández, consiguiendo obtener secuencias de extraordinaria belleza en situaciones que temáticamente exhiben una crudeza devastadora, y dotando de un erotismo exquisito lugares tan decadentes como los baños de la Arena México, un tianguis perdido en ciudad Neza, o un cine derruído donde hordas de homosexuales pululan, como si de la noche de los muertos vivientes se tratara, en busca del frenetismo de un sexo ciego, mudo y mecánico.

Radicalmente distinta es la puesta en escena del núcleo colorido del filme, donde el poderío místico de la historia se desata sin control alguno, inundando de color y calidez lo que antes era monocromo, frío y saturado, para relatar la historia de esos tres semidioses que, ayudados por una deidad femenina, interpretada por Giovanna Zacarías, encuentran el propósito y los medios para concluir su búsqueda en el desierto emocional parido por la mente de Hernández.

La temática, la duración, y su estilo, hasta cierto punto contemplativo, convirtieron a Rabioso sol, rabioso cielo, en un estrepitoso fracaso de taquilla, a pesar de haber conquistado en Berlín el prestigioso premio de cine homosexual Teddy, con lo que una de las obras más arriesgadas de la filmografía mexicana de los últimos veinte años, se transformó en una obra maldita que poco a poco ha ido ganando notoriedad hasta desarrollar un pequeño pero fiel culto de seguidores.

Rabioso sol, rabioso cielo, es una de esas cintas de las que se podría vaticinar un redescubrimiento futuro, al ser en sí misma no sólo una película extremadamente ambiciosa, arriesgada e innovadora, sino uno de los viajes más perturbadores y hermosos que ha dado el cine mexicano contemporáneo, visible sólo para aquellos que estén dispuestos, con paciencia e inteligencia, a reflexionar sobre las implicaciones de la historia, a asimilar cada uno de los bellísimos encuadres de la lente de Alejandro Cantú, a escuchar la compleja banda sonora de Arturo Villela, y a experimentar el producto terminado de la mente de un director, a veces más bien fotógrafo, que sin temor alguno, y con total naturalidad, desnuda para su público lo más luminoso y renegrido de su alma.

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