En el año 2014, la compañía de nanotecnología Surrey NanoSystems presentó al mundo el Vantablack: un material hecho a partir de nanotubos de carbono cuya principal propiedad consiste en absorber el 99.96% de la luz que aterriza sobre él, creando como resultado el color más negro del mundo. Digo esto porque si pudiéramos asociar un color a la filmografía del cineasta ruso Andrey Zvyagintsev no sería negro, sino Vantablack.
Explorador incansable de las desgracias de la Rusia contemporánea –que no son en absoluto ajenas al panorama social occidental– Zvyagintsev ha construido su obra narrativa en torno a la irredención de sus personajes, y en torno a la única cosa más desoladora que la tragedia brutal y desmedida: la inescapable miseria cotidiana.
Los antihéroes de Zvyagintsev no son los glamurosos gángsters ultraviolentos del cine independiente hollywoodense, o los paupérrimos desposeídos del misery porn latinoamericano. Son seres atrapados en un inconsecuente pantano color Vantablack, dentro del que ni siquiera se hunden porque simplemente yacen ahí, suspendidos irremediable e inevitablemente hasta el fin de sus días. Seres anclados en la delgada línea que separa al absurdo existencialista de la aniquilación nihilista. Seres que, de forma aterradora, tienen muchas más cosas en común con nosotros de lo que estamos dispuestos a aceptar.
Tres años después de la tremenda Leviathan, Zvyagintsev regresa a la pantalla grande con un desolador drama que gira en torno a la desaparición de un pequeño que decide abandonar a su familia tras comprobar, de la forma más lamentable posible, que ninguno de sus recién divorciados padres quiere hacerse cargo de su custodia. La madre, una exitosa mujer de negocios emparejada con un ricachón, y el padre, un perdedor que embarazó a la joven con la que vive, se reencuentran con el mundo que yace fuera de la gran burbuja de sus egos de la peor manera posible, para descubrir que lo ignoran todo de ese ser que les fue dado por azar y les fue arrebatado por justicia antipoética.
El director ruso vuelve a someter a su público a un brillante suplicio emocional, erigido sobre las espaldas de los dos actores protagónicos que, a través de las intensas etapas de búsqueda del pequeño Alyosha, entregan un duelo histriónico fuera de serie, aderezado con las poderosas imágenes captadas por la lente de Mikhail Krichman: fotógrafo de cabecera de Zvyagintsev y compositor de los dolorosos poemas visuales de un largometraje que, a pesar de su sutileza narrativa, se estrella como una inmensa locomotora contra las entrañas del espectador.
La burda ilusión del éxito profesional y la obsesiva búsqueda del amor como un reflejo del éxito vital, son los dos ejes de esta gran pieza de cine que desde la desgracia deconstruye la esencia egocéntrica e intrascendente del hombre moderno: un ser que sumergido en redes sociales y en placebos emocionales se ha vuelto incapaz de contemplar aquello que lo rodea y aquello que en verdad lo define. En vez de eso estamos aquí, frente a la pantalla. Yo escribiendo esto y tú leyéndolo. A nuestro alrededor la vida le grita a nuestros oídos sordos.