Call Me by Your Name (2017)

En una de las secuencias más genuinamente hermosas de Call Me by Your Name –la más reciente cinta del siciliano adoptado por Hollywood, Luca Guadagnino– se escucha la voz del cantante Sufjan Stevens declamar “Oh, to see without my eyes / the first time that you kissed me“. Los dos versos, que se pierden en la maleza de un idílico paraje donde dos amantes corren libres por vez primera, revientan como epifanías sonoras en el espectador que, tras casi dos horas de metraje, es ahora capaz de comprender que esas palabras, en su virtuoso poder de síntesis, encapsulan de forma inmejorable la luminosa tragedia sobre la que se erige uno de los filmes más elegantes del siglo XXI.

Es ese misterioso descubrimiento de nuestra esencia a través de la mirada del ser amado el núcleo conceptual sobre el que gira la historia romántica de Elio y Oliver: un efebo desgarbado de diecisiete años, hijo de un connotado arqueólogo; y un brillante historiador/filólogo que el padre de Elio contrata para ayudarlo en las investigaciones que lleva a cabo en una pequeña villa ubicada al norte de Italia.

Fustigado por la mutua admiración intelectual de los protagonistas, que noche tras noche comparten el mismo techo y día tras día enfrentan –Elio a través de la música y Oliver a través de la palabra– sus enciclopédicos conocimientos, el deseo comienza a activar un refinadísimo juego de poder que se alimenta de la curiosidad sexual del joven y del jugueteo seductor de su contraparte madura. Fin.

Poco más se puede profundizar en la sinopsis de esta película cuya virtud reside no en un complejo retruécano argumental, sino en la casi imposible tarea de reproducir, a través de otros ojos y otros cuerpos, la mayor emoción que puede experimentar una mente humana: el descubrimiento del amor primigenio, y la desaparición del YO frente a la contemplación de la belleza.

Partiendo del argumento expuesto en la novela homónima de André Aciman, Guadagnino construye un filme de insondables delicadezas, donde cada fotograma exuda la majestuosa sensualidad del flujo vital de dos hombres educados exclusivamente para la contemplación de la belleza: noción que se contrapone por completo a los ideales imbéciles de la modernidad capitalista, pero que en esos dos seres se expone con la inocencia y la pasión propia de las utopías que son hermosas precisamente porque son inalcanzables.

Alejado de ese miserabilismo que resulta tan común en los romances gay, el filme de Guadagnino se muestra, incluso en sus momentos trágicos, repleto de una gozosa pasión vital que permea cada uno de los encuentros dialécticos de ese elenco inmejorable que, con un virtuosismo histriónico digno de  acaparar todos esos premios que no importan, nos recuerda que las grandes conquistas del ser humano no se miden en territorio ni en dinero. Las grandes conquistas de cada ser humano son aquellas que nadie recordará: el primer y tal vez el último encuentro con los misterios de la belleza y el amor.

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