Joker (2019)

En buena medida la cultura occidental contemporánea ha construido y reconstruido a sus dioses a través del mundo del entretenimiento, y es de ese renovado panteón (en la acepción más divina de la palabra) que han surgido las deidades de la apática y descreída sociedad del siglo XXI. Dioses emanados de la figura literaria del cómic en los que se han depositado todos los anhelos y esperanzas de una sociedad que ha fracasado en su lucha diaria contra una realidad cada vez más adversa. Es por esto que no sorprende el nivel de devoción profesado hacia esas figuras superheroicas, que en su poderío y en su infinita virtud resumen los valores aspiracionales más elementales del ciudadano occidental promedio.

Motor económico definitivo del cine del siglo XXI, la devoción superheroica ha centralizado su credo en un puñado de personajes legendarios cuyas mitologías se hacen y rehacen una y otra vez con el único objetivo de seguir inyectando capital a la maquinaria del entretenimiento. Nada hay de malo en ello (el cine a final de cuentas es un negocio como cualquier otro), sin embargo lo que sorprende (o no) es el hecho de constatar que, como en cualquier culto religioso, la ciega devoción de los feligreses hacia sus ídolos elimina cualquier atisbo de matiz crítico, generando profundas distorsiones en la forma en la que el público percibe el producto audiovisual final. Un pequeño ejemplo: ¿No sabíamos todos antes de entrar al cine que Joker era la mejor película de la historia sólo porque habíamos visto un trailer de minuto y medio? Y precisamente ese lavado de cerebro previo al estreno del filme, fundamentado en la agresiva conquista de premios, en la planeada creación de expectativa en redes sociales, y en la manufactura general de un mito que nadie ha visto, predefine la experiencia fílmica para un gran número de espectadores que, convencidos de que verán algo sobresaliente, se ven hasta cierto punto limitados en el desarrollo de un juicio crítico del producto final.

Lo anterior no significa que el disfrute de una película como Joker sea invariablemente resultado de una manipulación publicitaria, o de que “hace falta que el público vea más cine” (el argumento más pedante de la historia, por cierto), pero en lo que a mi juicio personal respecta sí encontré una fuerte discrepancia entre lo que se me había prometido y lo que finalmente encontré en pantalla. Ah, y por cierto, no me digan que esta cinta no es cine de superhéroes, porque aunque Joker no eche fuego por los ojos su construcción dramática se apoya en los mismos elementos que han definido durante décadas tanto a superhéroes como a supervillanos.

El galardón de Joker a la mejor película del Festival de Venecia (entregado de forma inexplicable por un jurado encabezado ni más ni menos que por la brillante cineasta Lucrecia Martel) prometía un maridaje entre los códigos del cine de superhéroes y el más refinado cine de autor, sin embargo el metraje de Todd Phillips, al menos durante su primera mitad, es de una solemnidad tan, pero tan melodramática, que más que remitirnos a un cine con cierta intencionalidad “artística”, nos remite a las parodias que precisamente hacen mofa de ese cine: como cuando Barney, el ebrio pero sensible amigo de Homero en Los Simpson, hace un cortometraje melodramático que gana la admiración de la crítica.

Del mismo modo que Barney, Todd Phillips entiende al cine de autor como un cine que genera emociones en base a una colección de momentos de poesía forzada (la constante solemnidad de los violonchelos, los segmentos de danza de Joker, los diálogos que funcionan como una colección de aforismos melodramáticos, etc.) que se ancla en los lugares más comunes de la manipulación emocional para pintar el retrato de un personaje eminentemente bueno que, debido a un entorno adverso que remite al espectador a su propia realidad, es gradualmente transformado en un monstruo violento que no conoce límites al descubrir que ya todo le ha sido arrebatado.

Por fortuna en el último tercio del filme, que se activa con la escena más violenta y virtuosa del metraje (vaya combinación hermosa de agresividad y humor), la cinta recompone el ritmo y abandona su narrativa “a la Precious“, para explotar el potencial dramático de un protagonista que renuncia a su condición de individuo y se transforma en una alegoría grandilocuente de esa desobediencia civil que, gracias a nuestro decepcionante sistema democrático, se ha convertido en una de las más grandes fantasías de la juventud contemporánea.

Harina de otro costal es la actuación del siempre virtuoso Joaquin Phoenix como el patético detrito humano que deviene en delirante psicópata, sin embargo, el Joker de Phoenix (a diferencia del Joker de Ledger) debe luchar con gesticulaciones, ahogos y sollozos contra unos diálogos que dos de cada tres veces aterrizan en el penoso cesto de los clichés. Situación que demerita al personaje, pero no minimiza la desbordante (de)construcción física de Phoenix, que en 120 minutos elabora una transición espectacular de enternecedor introvertido a deidad anárquica.

Joker es el villano definitivo de la historia del cine de superhéroes. Ningún otro personaje fílmico superheroico ha tenido ese nivel de construcción psíquica que se encamina sin tapujos al origen de la maldad pura: esa maldad inexplicable que sólo es posible en la mente de un maníaco. El Joker de Todd Phillips nos entretiene, pero nos hace fantasear con una verdadera obra definitiva sobre el personaje, una obra dirigida por un cineasta brillante que entienda de sutilezas e inteligencia narrativa. ¿Se imaginan un Joker construido por David Fincher? En fin, se vale soñar.

P.D. Lo único que les recomiendo es que repiensen la película. No se queden con el juicio que el gigantesco aparato mediático hollywoodense hizo por ustedes mucho antes de que entraran a la sala de cine. Ya si una vez hecha esa reflexión les sigue gustando o no, eso da igual, porque al menos dedicaron diez minutos a pensar por ustedes mismos, y eso es justo lo que el sistema no quiere que hagamos.

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