La definición de terror bien podría ser esa mano que se abre paso entre la tierra de la onírica tumba donde yace la Carrie de Brian De Palma, o el espeluznante zoom en el hospital de The Exorcist III, o la aparición de las gemelas en el Overlook Hotel de The Shining, sin embargo, el terror más perturbador –ese que continúa taladrando la mente mucho tiempo después de abandonada la sala de cine– se fundamenta en la anticipación que precede al salto; en la creación de esa atmósfera que trastoca la cotidianidad para presentarla como guarida de un peligro indetectable, acechante e inevitable.
Tras acostarse con un chico, la guapa Jay Height –interpretada por una estupenda Maika Monroe– despierta atada a una silla de ruedas frente a su joven amante. El chico le pide que no se asuste y procede a explicarle que un ser va a comenzar a seguirla con la intención de asesinarla. Dicho ente puede adoptar la forma de cualquier persona, y la única forma de evitar la muerte por violenta mutilación es pasar la ¿maldición? a otra persona, teniendo sexo con ella. No hay forma alguna de matar a la criatura, cuya característica primordial es que se desplaza a pie como cualquiera y que, cual malévolo GPS, eventualmente llega, lenta pero segura, a su destino para, una vez asesinado el ¿infectado? ir en persecución del anterior eslabón de la cadena.
Siéntense a pensar un segundo en la lógica narrativa antes descrita; en las infinitas posibilidades de esa criatura terrible que, aunque consigas deshacerte de ella condenando a otros incautos de forma momentánea, eventualmente volverá por ti, lenta, muy lentamente, y sobre todo, irreconocible.
El slow-horror de Mitchell es absolutamente aterrador, la eficacia de su ente persecutor –basada en la capacidad de desquiciar a sus víctimas con la idea de la inevitabilidad de la muerte– se potencia con la pausada técnica narrativa del filme, bellamente enmarcada por las habilidades compositivas de la lente de Mike Gioulakis, cuya capacidad de imprimir sensaciones de claustrofobia y cautiverio aún en tomas exteriores –véase la escena de sexo en el auto, o la brillante secuencia inicial del filme– mediante la delimitación de espacios y el uso de la noche o las construcciones circundantes como marco opresor, es digna de un extenso análisis.
Un elenco joven pero efectivo se funde a lo largo de hora y media con el extraordinario soundtrack de sintetizador ochentero en ácidos cortesía de Rich Vreeland, mejor conocido en el mundo de la música como Disasterpeace, mientras gradualmente –con ayuda incluso de Dostoievsky– toman conciencia de la naturaleza imposible de su lucha por la supervivencia.
Metáfora fácilmente encasillable en la temática y mecanismos de las enfermedades venéreas, It Follows es una obra magna del cine de terror, que reinventa –mediante los códigos narrativos del slasher tradicional de los años ochenta– la noción de horror asociada al pensamiento de la proximidad de la muerte: a la idea de que un coche, un paro cardiaco o un yunque puedan terminar con tu vida en cualquier momento; esa idea en la que decides no pensar, mientras juegas con probabilidades inexistentes para distraer tu mente de algo que está ahí, detrás de la esquina, debajo de la cama, siguiéndote.