Cartel Land (2015)

Un camión se detiene en medio de la nada, de su interior sale un grupo de hombres encapuchados que abren la puerta trasera del vehículo y comienzan a descargar barriles que ruedan con dificultad hasta el suelo. La luz de los faroles ilumina el paraje desértico ahora transformado en improvisada cocina de metanfetaminas. Walter White es un chiste comparado con estos hombres fornidos y armados hasta los dientes que mezclan líquidos entre vapores tóxicos y carcajadas. No hay trabajadores más leales. Todos dispuestos a dar la vida por la empresa que los ha hecho ricos de la noche a la mañana  –aprende algo, Tim Cook–.

“Esto nunca se va a acabar”, aúlla con sorna el líder encapuchado que porta una camiseta impresa con el logo de las autodefensas michoacanas: grupo armado surgido en Tepalcatepec que expulsó a la organización de los Caballeros Templarios –tomemos un segundo para imaginar el nivel de misticismo imbécil que emana de dicho nombre– y que prometió erradicar al narcotráfico de la zona. El hombre encapuchado es prueba y autor del desastre anunciado, de lo inevitable, de la incapacidad de exterminar un mal que pocos desean ver exterminado. ¿Salida? ¿Solución? La ecuación se antoja imposible.

Cartel Land, tercer largometraje del director Matthew Heineman, es un documento fílmico invaluable que reflexiona sobre la génesis y trayectoria de dos grupos armados que, bajo la pretensión de impartir justicia, operan fuera de la maquinaria del estado: por un lado el filme sigue a un grupo de patrulleros fronterizos amateur que, cansados de la “invasión” de mano de obra sudamericana –manejada en buena medida también por los cárteles– han creado patrullas armadas –compuestas básicamente por estadounidenses resentidos y “patriotas”– que se dedica a cazar, apresar y entregar a los migrantes ilegales a la policía norteamericana oficial; mientras que desde el otro lado del espectro el filme narra la historia de las autodefensas michoacanas, desde sus nobles inicios hasta su deprimente actualidad.

Heineman consigue infiltrar el movimiento de las autodefensas con arrojo e inteligencia, para capturar momentos verdaderamente escalofriantes –fieles espejos de la insostenible situación de violencia generada por el narcotráfico, resumida en la desmedida ambición de poder que otorga el dinero “fácil” y en la incapacidad del gobierno para frenar un tren que lo ha rebasado por completo– momentos que van desde balaceras, salvajes cacerías de Caballeros Templarios, documentación de la tortura sistemática impartida hacia aquellos que son “sospechosos” de narcotráfico sin mayor prueba que la palabra de algún “testigo”, y finalmente los visibles esfuerzos –encomiables pero ingenuos– del doctor Mireles para liderar la rebelión contra el narco.

Puedo imaginar a Heineman escogiendo su tema de estudio e intentando acercarse a la visión del justiciero norteamericano con la misma intensidad que a la de los “justicieros” mexicanos, sin embargo, conforme avanza el filme resulta evidente que los problemas que Estados Unidos enfrenta en su lado de la frontera son nada en comparación a los descabezamientos, asesinatos y tuppers repletos de metanfetamina que coexisten en la zona mexicana, situación que obliga a Heineman a dejar por momentos de lado la historia del estadounidense xenófobo para concentrar la mayor parte de su metraje en el infierno michoacano.

En colaboración con el fotógrafo Matt Porwol, Heineman consigue crear un retrato aterrador del presente mexicano, que lejos de enfocarse en el drama amarillista se percibe profundamente objetivo –véase el análisis del personaje de Mireles, expuesto como un hombre brillante, idealista y de acción, pero también como un hombre manipulable y finalmente débil–. La conclusión de dicho retrato es una desesperanzadora anticipación del fracaso inevitable de esa guerra irresoluble, infinita e inabarcable contra el narco. La bandera tricolor en blanco y negro. Hora y media de puro luto.

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