En busca de Hannibal.

Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla.” La supuesta declaración que Gilles de Rais –el heroico compañero de armas junto al que Juana de Arco repelió el ataque de la armada inglesa a la ciudad de Orleans– profirió momentos antes de ser ahorcado tras revelarse su nefanda afición por la mutilación, abuso sexual y asesinato de infantes, ha comenzado a utilizarse como prólogo a las notas periodísticas que hablan de Juan Carlos “N”, el asesino serial de Ecatepec al que se le imputan veinte feminicidios. ¿La razón? La imperiosa necesidad humana de construir mitos. 

Si analizamos un instante la frase –refinada a posteriori o no, de Gilles de Rais– de inmediato podemos entender que su innegable capacidad de excitar nuestra curiosidad se debe a que, en su brevedad, funciona como un inmejorable compendio de los mecanismos de atracción que la maldad estilizada y glamourizada ejerce sobre nuestra psique.

Son esos desplantes discursivos, en los que atisbamos un mundo que creemos ajeno pero en el fondo sentimos próximo a nuestra naturaleza humana, los que contribuyen a la glorificación de un mito que trasciende la abyección de sus actos y la sublima a través de su carácter de leyenda. ¿Cómo puede explicarse el hecho de que todo México esté consternado por el asesinato de veinte mujeres a manos de un asesino serial, cuando año tras año los cuerpos ejecutados por los sicarios del narcotráfico se cuentan por millares? Estadística y moralmente un sicario que en su cuenta supere el centenar de muertes –El Wache, por ejemplo, confesó haber concretado de viva mano más de 600 asesinatos– representaría un caso más aberrante que el de Juan Carlos “N”, sin embargo, la historia del multihomicida de Ecatepec ha conquistado más primeras planas que El Wache (que incluso dudo haya tenido alguna primera plana). ¿Por qué?

La respuesta radica en la semiótica del caso; en esa perversidad que nos remite a una miríada de productos televisivos y cinematográficos que nos han hecho fantasear con la figura seductora y brillante del asesino serial, encarnado en un personaje que excita al mismo tiempo nuestro respeto y nuestro temor, a través de la profunda admiración que nos inspira su monstruosa cerebralidad. Un personaje que consigue impregnar de glamour al acto más primario y bestial del ser humano después del sexo: el asesinato.

Es por esto que el estallido mediático y el interés desbordado que motiva un caso como el de Juan Carlos “N”, cuya aprehensión de ninguna forma minimiza el desaforado problema de feminicidios que vive México (¿dónde están, por ejemplo, los asesinos de las otras 1,790 mujeres desaparecidas en lo que va de 2018 en el Estado de México?) evidencia un patético intento por calzar en ese hombre la seductora narrativa de la que nos hemos enamorado. Un intento morboso por ver materializada la fantástica existencia de ese psicópata brillante, que los medios se regodean en justificar después de escucharlo declarar con torpeza que, tras darse un golpe en la cabeza, “iba con puro diez. No sé si se me inflamó el pinche cerebro, pero después de ese momento… perfección en la escuela“. Narrativa mediante la que él mismo intenta encajarse en ese estereotipo cliché del que también se ha enamorado “y mientras yo siga aquí en la tierra voy a hacer todo el daño que yo pueda. Y divirtiéndome, hice daño…“, declarándose incluso a sí mismo también como gran dandy y seductor, al momento en que le preguntan con cuántas mujeres ha estado sexualmente “muchísimas, patrón…“.

Lo alucinante del caso es que los medios noticiosos, ansiosos por encontrar a Lecter en este despojo humano, retoman sus ridículas declaraciones para anotar lo “bien que habla frente a los examinadores“, la evidente “inteligencia que se le ve a leguas“, lamentando los terribles abusos que sufrió de pequeño, o incluso justificando su odio a las mujeres a través de la lacrimógena historia de esa cruel pareja que lo abandonó, alimentando, en un proceso de esquizofrenia colectiva, la mitificación de un hombre y la desconección social, a través precisamente de esa mitificación, de la abyección de sus crímenes.

Una vez ahorcado, el cuerpo de Gilles de Rais fue destazado y enterrado en la iglesia del monasterio de Notre-Dame des Carmes, en Nantes, por su valor heroico en la guerra contra los ingleses. A sus dos cómplices, tras ser ahorcados, los quemaron, y sus cenizas fueron esparcidas por los aires para que nadie jamás los recordara en lápida alguna. Ahí tienen una sugerencia, jueces mexicanos.

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