El Baile de los 41

Filmar una película de corte histórico involucra una gran cantidad de problemas, y el más importante de todos tal vez sea el hecho de que la realidad no es tan entretenida como la ficción. La historia de la humanidad está llena de tiempos muertos, de silencios, de repeticiones, de personajes que tropiezan una y otra vez con la misma piedra, y de anécdotas que en caso de adaptarse justo como ocurrieron serían acusadas de inverosímiles o burdas. Es por esto que el cine (y la literatura) de corte histórico suele recrear la ya irreconocible realidad mediante la maquillación, la exageración, o de plano mediante la invención de acontecimientos para evitar el aburrimiento del público. 

Por si esto fuera poco, dependiendo de la ambición del filme y de la época que se pretenda retratar en pantalla, los presupuestos de las cintas de corte histórico suelen ser mucho más abultados en comparación con las ficciones contemporáneas, y cuando no se tienen los recursos adecuados el director debe recurrir a una inteligencia de adaptación e improvisación que no todos los directores tienen. Sin embargo estos hechos no deben articularse como una excusa. No cabe duda que es un trabajo difícil pero con la suficiente inteligencia puede llevarse a cabo. Cineastas como Kubrick, Tarkovsky o Welles (o si queremos eludir la lista de los directores más citados, hablemos de nuestro Felipe Cazals), han logrado eludir estos problemas para filmar grandes ficciones históricas.

Es por lo anterior que entiendo pero no justifico el resultado de El baile de los 41: la nueva película del multi premiado director mexicano David Pablos sobre el primer gran escándalo sociopolítico mexicano del siglo XX: la redada en la que el cuerpo policiaco de Porfirio Díaz descubrió una fiesta “ilegal” donde, según relata la nota periodística oficial que ilustró el grabador mexicano José Guadalupe Posada, se encontraron a “41 maricones, muy chulos y coquetones”.

Como el propio David Pablos cuenta en algunas de sus entrevistas hay pocos datos en torno al evento. El hecho de que entre los invitados a la fiesta estuviera el propio yerno de Díaz, que en ese momento era diputado y posible candidato a la gubernatura del Estado de México, contribuyó a que la noticia intentara enterrarse lo más pronto posible, reflejándose en las páginas de la historia únicamente los rumores populares asociados al escándalo. 

Es precisamente por esto que el resultado del filme es decepcionante, ya que ante esta anécdota fascinante sobre la conformación secreta de un club gay dentro de la aristocracia mexicana, en una época que además fue clave para la política en México, la interpretación histórica de David Pablos y la guionista Monika Revilla se hace desde la superficialidad de un artículo de Wikipedia, mencionando muy por encima el carácter político del personaje protagonista, y obviando por completo las historias (seguramente fascinantes) de los miembros restantes del club.

Porfirio Díaz aparece como una sombra carente de motivos políticos más allá de la simplicidad del padre que busca poner en cintura al esposo de su hija, con lo que a nivel narrativo lo único que queda es un filme estéril que no sólo se despolitiza al grado de que la “culpable” de todo es la engañada hija de Díaz, sino que además ni siquiera explora las políticas sexuales de la época (más allá del concepto punitivo) que son, o deberían haber sido, centrales para el desarrollo de la película.

Se vale hacer un filme apolítico de un evento histórico cuando se tiene una historia con un buen alcance emotivo, el problema es que el meollo central de ‘El baile de los 41’ es un romance muy básico, en donde el único argumento de unión entre los dos amantes secretos es el sexo. No hay el menor atisbo de un diálogo que busque generar empatía con los personajes de Alfonso Herrera y Emiliano Zurita, o que siquiera busque explicar su relación más allá del hecho de que les gusta mucho coger, y en el caso del personaje de Mabel Cadena, que carga con buena parte del peso dramático de la historia, la intensidad de su interpretación, carente por completo de matices y fijada durante hora y media en modo “mirada intensa que busca premios”, es la cereza de un pastel difícil de tragar.

Lo más rescatable de la cinta tal vez sea su intencionalidad estética, pero incluso en este departamento la obsesión de la cinefotógrafa Carolina Costa con los close-ups y las tomas cerradas denota un intento por maquillar una falta de presupuesto que probablemente limitó la construcción visual de la cinta. Comparada con la producción nacional del último año ‘El baile de los 41’ no es una mala película, pero me rehúso a tratar al cine mexicano con la condescendencia de aquellos que buscan justificar nuestra mediocridad con razonamientos meramente presupuestales. Ni modo. Como diría mi abuela: “ahí pa’ la otra”.  

El resultado de todo lo anterior son un cúmulo de imprecisiones históricas ineludibles que harán la comidilla de los críticos más fieros, siempre prestos a afilar sus plumas o sus teclas para descartar toda la ficción sólo porque “todo mundo sabe que en esos años esa estatua no estaba ahí”. En fin. Hacer un filme histórico es sólo para aquellos que disfrutan jugar con juego. 

Sin embargo lo anterior no debe articularse como una disculpa. Es un trabajo difícil, pero puede hacerse con inteligencia. 

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