A lo largo de su historia, la humanidad ha encontrado en la codificación de sus miedos un fiel retrato de sí misma, y es sobre esa proyección aterradora de nuestros anhelos, ansiedades y deseos que hemos construido, piedra sobre piedra, al catártico altar del arte. Altar en cuyos retablos se adivinan un sinfín de corrientes que durante años, décadas, o siglos se han entremezclado para engendrar no sólo la historia del arte, sino la historia de la humanidad.
Y es frente a ese altar que inevitablemente nos aborda una nostalgia que nos hace anhelar la existencia de corrientes, teorías y expresiones artísticas que han dejado de ser, o que ya no se manifiestan con la misma potencia de otros tiempos. Hoy, queridos amigos, nos encontramos frente al despreciado retablo del cine de horror ochentero, y mientras admiro en silencio la absoluta irreverencia –en el sentido más anárquico y salvaje de la palabra– contenida en Brain Damage, me asalta la nostalgia de encontrarme frente a algo inasible e irrepetible. Frente a un producto cuyas virtudes, contextualizadas en el panorama de una sociedad emasculada por la búsqueda de la perfección técnica, son ahora vistas como errores desagradables o pifias vulgares. Ya todos sabemos que el verdadero punk no tiene cabida en el siglo XXI.
Segundo filme del cineasta y cinéfilo empedernido Frank Henenlotter, Brain Damage es una de las cintas de explotación (películas fundamentadas en la exposición de temas tabú, cargadas de sexualidad, gore o tópicos grotescos, y asociadas a presupuestos casi inexistentes) más brillantes e irrestrictas jamás filmadas.
La trama, que gira en torno a una especie de adaptación (ignoro si voluntaria o involuntaria) del escalofriante cuento de horror El almohadón de plumas, escrito por Horacio Quiroga en 1917, narra la historia de un joven que cae enfermo y eventualmente se percata de que su mal es provocado por una criatura que lo vampiriza por las noches bajo su almohada. Sin embargo, a diferencia del cuento de Quiroga, en Brain Damage la criatura entabla una amistad simbiótica con el protagonista, regalándole dosis de inmenso placer psíquico al inyectarle un veneno psicotrópico a cambio de que el chico funja como su vehículo para localizar víctimas y devorarles el cerebro.
Construida en clave de comedia desaforada, la cinta de Henenlotter es un hilarante malviaje por los horrores de la drogadicción, que en todo momento se aleja de cualquier intento de pontificación moralista, y que con cada acto ensambla una historia cada vez más impredecible, aderezada con bellísimas secuencias de horror corporal que harían salivar a Dalí, a Man Ray, a Buñuel, y a toda la escuela surrealista de los años veinte.
Ver una pieza de cine como Brain Damage me hace añorar la inventiva atrevida y violenta del cine de género de los años ochenta, comandada por cineastas de la talla de Sam Raimi, Peter Jackson, John Carpenter, Lucio Fulci, y muchos más, que desde un absoluto desdén por las reglas narrativas nos regalaron universos que funcionaban como gloriosas antítesis del buen gusto convencional. Hace años que no veo una película como Brain Damage en una pantalla de cine. ¿Cómo podría un cineasta de nuestros días arriesgarse a filmar una secuencia en la que una criatura alienígena, con voz de Frank Sinatra, ojos enternecedores y boca de tiburón, surgiera de la bragueta del protagonista para penetrar la boca de una mujer en una grotesca felación homicida? Peor aún. ¿Hay algún cineasta en activo capaz de hacer que esa secuencia de explotación pura funcione en un sentido humorístico y narrativo? Lo dudo. Pero bueno, para eso son los altares. Para recordar y dar gracias de que al menos alguien, en algún momento de la historia de la humanidad, pudo hacer algo maravilloso.