Avengers: Endgame (2019)

Uno de los errores más lamentables y repetitivos de la crítica cultural contemporánea es el desprecio sistemático por las manifestaciones más significativas de la cultura pop. Es precisamente ese desprecio, machacado hasta el cansancio por aquellos que se autodenominan sin temor al ridículo como guardianes de la cultura, el que da pie a ese conjunto de lugares comunes que nos advierten de los horrores del reguetón, de la invalidez del arte no académico, y del “genocidio cultural” (Alejandro González Iñárritu dixit) que algunos descubren en el auge del cine de superhéroes del siglo XXI.

Es precisamente esa desconexión entre la crítica “elevada” y el público en general lo que ensancha cada vez más la frontera entre cultura pop y high-art, al engendrar, como producto del desprecio a lo pop, un rechazo de los fanáticos de los productos populares al esnobismo de los defensores del arte más culterano.

En lo personal no estoy exento de culpa. En más de una ocasión he renegado de la poca pericia exhibida en una gran cantidad de películas superheroicas que, desde la lamentable entrega de Avengers: Age of Ultron, me hicieron renunciar casi por completo al celebrado universo cinemático de Marvel, para posteriormente denostarlo casi siempre desde el desconocimiento (digo “casi siempre” porque sí vi Black Panther y me pareció nefasta). Sin embargo, la euforia desmedida frente a lo que sería la conclusión de una saga de 22 largometrajes, que se manifestó en funciones a las cuatro de la mañana en pleno Times Square, y en la reventa de simples boletos de cine en miles de dólares (esto último probablemente más estratagema publicitaria que realidad), me generó un interés genuino por entender las causas de tal desmesura. Interés que devino en mi revisión extemporánea de Avengers: Infinity War, y un día después en mi asistencia a una función de Avengers: Endgame. Ni modo. Caí.

Partir del supuesto de que un fenómeno de este calibre es producto meramente de la publicidad y de la “estupidez” de los espectadores, es no entender un carajo. Lo interesante del misterio de los blockbusters radica precisamente en la imposibilidad de componer una fórmula cinematográfica que sea 100% exitosa. Sí, se pueden hacer películas genéricas medianamente aceptables con relativa facilidad (NETFLIX lo sabe), sin embargo, generar un fanatismo tan desmedido como el que rodea a las películas de MARVEL no es trivial, y si no pregúntenselo a DC, o a tantos otros que han buscado, como si del santo grial se tratase, ese balance perfecto entre acción, melodrama, humor, atmósfera y técnica que, ya sea por maestría, o por una combinación de talento y suerte de los hermanos Russo, es el eje fundacional de Endgame y, por supuesto, la clave de su desaforado éxito.

La trama de la cinta, simple hasta decir basta, es la destilación más elemental del mito maniqueo de la lucha del bien contra el mal en la cultura occidental del siglo XXI: la lucha del supuesto virtuosismo americano liberal contra el recalcitrante fascismo de un visionario salvaje, que se da cuenta que el Universo no tiene salvación a menos que se elimine de golpe y porrazo a la mitad de todos los seres vivos. Y es precisamente Thanos la razón por la que las dos últimas cintas de los Avengers funcionan tan bien, ya que esos superhéroes idealistas que se conducen durante todo el filme como pésimos jugadores de ajedrez, y que enarbolan en cada una de sus decisiones la ignorancia del que actúa no por convicción sino por seguir un código moral preestablecido que nunca se ha cuestionado, enfrentan a un villano maltusiano que está dispuesto a sacrificarlo todo por el bien de su universo y por lo que él considera es la única opción viable para la continuidad de la vida. Un villano que no lucha por el poder –véase el retiro casi zen que se autoimpone al inicio del filme una vez cumplida su tarea– y que pese a sus métodos cuestionables se enfrenta con decisión a la pasividad de un grupo de superhéroes que quieren vivir por siempre en un mundo rutinario, de inacción, congelado e inequitativo. Y es de esta forma en la que Infinity War y Endgame, vistas como una gran película de seis horas, se muestran como un gran producto de entretenimiento, porque mientras a algunos los emociona la inquebrantable visión del superhéroe clásico que lucha eternamente por la justicia (sea lo que sea que eso signifique), a otros les intriga la visión de ese fascista cósmico que es capaz de sacrificar todo lo que ama por el bien común. Si lo piensan un momento, los villanos interesantes son la piedra angular de cualquier cinta de superhéroes.

Barroca orgía superheroica kitsch, Endgame nos regala además algunas de las secuencias más excesivas del cine contemporáneo, retacando sus encuadres con una multiplicidad de personajes casi cómica, pero entendiendo a la perfección ese delicado balance entre manipulación melodramática y comedia, que se encarna en las inevitables tragedias del metraje y en la hábil construcción de personajes unidimensionales que sin embargo funcionan muy bien como elementos cómicos –véase a Thor en una reinterpretación libre del Dude de The Big Lebowski. Por si fuera poco, ese incontrolable frenesí guerrero, que en tres horas sintetiza con una habilidad nada despreciable las banderas de identidad de cada personaje, funciona también como hábil distractor de la miríada de inconsistencias que se presentan en el juego temporal del filme, que escudado en su flagrante complejidad maquilla una gran cantidad de sinsentidos que harían rabiar a Shane Carruth, director de Primer, pero que el público pasa por alto porque no hay mente humana que pueda procesar los pormenores de un viaje en el tiempo de múltiples ramas mientras un maldito pegaso está atacando a unos monstruos horrendos, y Thor se está reventando unos rayos tremendos.

Hoy leía a un crítico que, enfadado, le reprochaba a Endgame su fotografía funcional, su obsesión por complacer al espectador, y se lamentaba por lo renegrido que le resultaba el futuro del cine frente a estas maquinarias de diversión que según él NOS DEVORAN. Amigos críticos, hoy se hace más cine que nunca en la historia de la humanidad, y la gente tiene más acceso que nunca a toda esa producción fílmica descomunal. La especialización cinematográfica en números gordos permea a más gente que nunca. Por favor… no sean de esos sibaritas que sacan un Pulparindo de su envoltura y se lamentan porque el tamarindo de ese Pulparindo podría haber formado parte de una salsa gourmet. No sean ridículos. Cómanse el pinche Pulparindo.

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