Supongo que es en parte una cuestión cultural, pero lo cierto es que durante mi adolescencia prácticamente nunca veía musicales, y eventualmente cuando me encontré con esas películas en las que el drama se resolvía mediante canciones, me ocurrió lo mismo que le ocurre a cualquier ser humano que se enfrenta a un cambio radical en una manifestación artística que ama: las odié.
‘Mary Poppins’, ‘La novicia rebelde’ y toda esa rama de películas gringas melosas que ensalzaban “el goce vital” desde una felicidad imposible me horrorizaban, y mi reacción adolescente fue la de colocar a los musicales en la última de mis preferencias cinematográficas, sin entender que pecaba de la soberbia de aquellos que denostan géneros enteros porque creen conocerlo todo.
Eventualmente cintas como ‘Dancer in the Dark’, ‘The Rocky Horror Picture Show’, ‘Hedwig and the Angry Inch’, y el cine de Jacques Demy me enseñaron que el género musical no es un género en sí mismo, sino un estilo cinematográfico capaz de abarcar todos los géneros posibles, y que dentro de su vasto alcance podían encontrarse obras verdaderamente sobresalientes (justo como la que hoy nos atañe).
‘Annette’ es la cinta con la que el cineasta francés Leos Carax decidió volver al cine después de una pausa de casi una década, tras el estreno de la que para mí sigue siendo su obra definitiva: ‘Holy Motors’. Sin embargo en esta ocasión, y por primera vez en su carrera, Carax no participa en la elaboración del guión para dedicarse exclusivamente a la dirección del filme que concibieron los hermanos Ron y Russell Mael, fundadores del grupo de pop-rock ‘Sparks’.
Cuando este tipo de colaboraciones ocurren resulta difícil saber qué tanto de lo que se ve en pantalla surge de la mente de uno u otro creador, pero lo cierto es que el resultado final es una de las experiencias audiovisuales más poderosas que se han concebido para una pantalla en años recientes. Vamos, en resumidas cuentas: ‘Annette’ es la película por la que el público de la “nueva normalidad” debería haber regresado a los cines.
Irónicamente esta ópera-rock de proporciones pantagruélicas se erige a partir de una narrativa bastante sencilla y lineal, sustentada en la evolución y destrucción del amor entre un comediante y una cantante de ópera, y posteriormente en la evolución y destrucción del amor entre una niña y dos hombres con instintos paternos hacia ella.
No hay más. Tres actores y una marioneta constituyen el esqueleto de esta pieza de cine sin tramas secundarias, que va del punto A al punto B de la forma más predecible posible, y que sin embargo consigue, desde esa sencillez argumental, manipular de forma brillante las emociones del espectador y al mismo tiempo exponer, de forma superficial pero con inteligencia, los mecanismos que dan pie al breve ciclo vital de la fama, y la forma en la que la personalidad caótica del arquetipo creador muchas veces termina por destruirlo.
Sin embargo esto no es lo verdaderamente importante. Más allá de lo que la película pueda hacernos o no reflexionar sobre nuestro contexto social, o sobre todas las conductas destructoras y creadoras que hemos archivado detrás de la palabra “fama”, lo verdaderamente sobresaliente del filme (además de la pegajosísima y épica banda sonora compuesta por ‘Sparks’) es la forma en la que crea una estructura audiovisual sin parangón.
Es en ese aspecto donde la mano de Carax va completamente sola, y donde se alza por encima de la trama como una fuerza creadora de universos de brillantez estética superlativa. No hace falta mas que ver los conciertos de la prodigiosa marioneta (que como Pinocho deviene en carne y hueso cuando entiende que su padre es un ser humano fallido), los shows de stand-up del personaje de Adam Driver (sigo maravillado frente al glorioso poder performático de su chiste homicida), el minimalismo operístico de Marion Cotillard, o la secuencia del monólogo romántico de Simon Helberg, para entender que estamos frente a uno de los mejores directores de nuestra era.
Por si fuera poco, el trabajo actoral de los tres protagonistas termina por encumbrar aún más a esta película en la que todo funciona como una delicada máquina de relojería. Resulta imposible no sentirse emocionado frente a una obra de tal magnitud creativa, y al mismo tiempo resulta inevitable deprimirse frente a la imposibilidad de que este tipo de cine tan extraordinario triunfe en taquilla. Sea como sea, qué fortuna vivir en una época donde todavía existen humanos como Leos Carax. Corran a verla.