La obsesión por una determinada obra cinematográfica puede tomar muchos caminos. En la mayoría de los casos, el fanático memoriza diálogos, analiza las proporciones detrás de cada secuencia, se introduce de lleno en la semiótica del filme, y explora a fondo las intenciones de ese director cuya cinta lo ha marcado profundamente. Sin embargo, en algunas ocasiones, el espectador difumina esa delgada línea que separa al fanatismo de la obsesión enfermiza, abandonando el entendible proceder del fanático, para adentrarse en terrenos mucho más irracionales y perturbadores.
The Shining se estrenó en 1980 entre abucheos y críticos decepcionados, incluyendo a Stephen King, autor de la novela que Kubrick había adaptado con total libertad. Siete años tardaría el director neoyorquino para reponerse del duro golpe crítico con su Full Metal Jacket, pero con el paso del tiempo, el relato de ese escritor y hombre de familia que gradualmente pierde la cordura en un hotel ubicado en medio de la nada, comenzó a ganar adeptos y a reivindicarse ante los ojos de la crítica internacional hasta alcanzar el estatus de obra maestra.
Adelantada a su tiempo, The Shining cosechó nuevos fanáticos con su lanzamiento en formatos caseros como el VHS, sin embargo, fue el DVD el que le permitió a aquellos obsesionados con el trasfondo de la cinta, analizar cuadro por cuadro todas y cada una de las secuencias del filme, para deconstruir cada una de las escenas y observar, con una resolución mucho mejor a la del VHS, las centenas de minúsculos detalles que Kubrick había plantado, voluntaria o involuntariamente, dentro del filme.
La caja de Pandora se había abierto, y la fama de Kubrick por colocar detalles y pistas veladas para el mejor entendimiento de sus películas, excitó la imaginación de los fanáticos de The Shining que, completamente imposibilitados para preguntarle a Kubrick la validez o no de sus teorías, comenzaron a desarrollar justificaciones cada vez más descabelladas.
Room 237 recupera nueve interpretaciones de la obra de Kubrick de la voz de sus creadores. Partiendo desde las más conocidas, como la del tributo al genocidio de indígenas norteamericanos, hasta alcanzar niveles de desquiciamiento absoluto como el involucramiento de Kubrick en la filmación del “falso” alunizaje de 1969.
A pesar de lo interesantes y neuróticas que pueden resultar algunas de las teorías presentadas por la cinta, el documentalista Rodney Ascher no consigue desarrollar un hilo conductor lo suficientemente sólido para mantener al espectador interesado durante toda la película, cayendo muchas veces en ridículos callejones narrativos sin salida, que terminan por colocar a algunas de las teorías como auténticos balbuceos de espectadores lunáticos.
Sin embargo, si se deja de lado la poca pericia de Ascher, el filme es un documento extraordinario para los fanáticos de uno de los más grandes hitos del cine de horror, que permite analizar pausadamente y con lupa una gran cantidad de los elementos que Kubrick desarrollaba, con un cuidado patológicamente obsesivo, para dar vida a cada una de sus obras. Pero por encima de todo, Room 237 muestra la forma en la que deberían, en un mundo ideal y con todo el tiempo del mundo a nuestra disposición, verse todas y cada una de las películas. No desde la superficialidad de las dos horas de metraje, sino desde la profundidad de meses de arduo trabajo y estudio. Ahí queda, inalcanzable, la utopía del cinéfilo.