Una mujer embarazada camina por la calle. El ginecólogo acaba de informarle instantes atrás que su feto está en perfectas condiciones y que el embarazo, que ella provocó mediante inseminación artificial, muy probablemente llegará a buen término. En su cara no hay alegría o tristeza, su rostro neutro sólo denota la rutina de aquel cuerpo que se encamina a casa por un camino que ha recorrido cientos de veces. Súbitamente una mano estrella un ladrillo en su cabeza. La mujer pierde el conocimiento y cae al suelo con estrépito. El atacante vuelve a levantar el ladrillo y lo estrella una y otra vez con brutalidad sobre la prominente panza de la mujer. El pavimento se tiñe de rojo.
La secuencia inaugural de Proxy, cuarta película de horror del director norteamericano Zack Parker, es un golpe devastador que le recuerda al espectador la enorme susceptibilidad emocional que, aún en esta era de supuesta deshumanización, existe en relación a ciertos temas. Qué fácil es asimilar una secuencia en la que el héroe de acción asesina a decenas de hombres con disparos en la cabeza, amputaciones de miembros o explosiones, y qué difícil es conceptualizar, mediante un proceso profundamente asociado a la imaginación del espectador, cómo ese feto es destrozado, fuera de cámara y dentro de aquella mujer, con cada impacto del infame ladrillo.
Poco se puede, o más bien, poco se debe hablar del guion de Proxy, ya que uno de sus principales atributos es precisamente la forma en la que gradualmente se revelan las verdaderas personalidades e intenciones de sus protagonistas, intenciones que, de saberse con anterioridad, disminuyen considerablemente el disfrute de la cinta y el nivel de impacto buscado por Parker para el primer encuentro con esta obra que, a lo largo de sus dos horas de metraje, se muestra obsesionada con el poder del deseo y la eliminación de cualquier escala moral en pos del disfrute emocional.
Lo que sí se puede decir de la estructura de Proxy es que se erige como una película diseñada para horrorizar al espectador mediante la sugestión, evitando en la mayor parte de su metraje secuencias de gore o violencia extrema, para en su lugar construir una historia de altísimo impacto, que golpea al público mediante el planteamiento de conceptos profundamente ofensivos a sus cánones morales, y mediante la premisa de que no hay nada más aterrador que aquello que no se ve en pantalla: aquel horror que el espectador construye en su mente con pequeños pedazos de información.
A pesar de su interesante premisa, esta atípica historia de horror se deteriora conforme avanza el filme, ya que tras una primera parte potente y terrorífica, el filme poco a poco se escapa por derroteros que no aprovechan de lleno el nivel de impacto generado en la primera hora de metraje, concluyendo en su último tercio con un ritmo que incluso se percibe apresurado y descuidado, a pesar de la estupenda composición de escenas del fotógrafo Jim Timperman, que se esfuerza en crear momentos estilísticos de gran belleza, contrastantes con la brutalidad de ciertas secuencias.
Con un giro final digno de tirar a la basura, y actuaciones poco sobresalientes, con excepción de la perturbadísima Alexia Rasmussen, que funge como pilar central de la primera parte del filme, Proxy muestra a pesar de todo el interés de Zack Parker por explorar temáticas poco ordinarias en un género que cada vez se muestra menos afecto a la innovación argumental, y eso, dejando de lado todos los problemas que pueda tener el producto final, sin lugar a dudas se agradece.