De las pocas ventajas que tiene el paso del tiempo es que permite decantar las ideas. Escribimos un pensamiento en una noche de “inspiración”, pensamos que es genial y al día siguiente se ha transformado en basura. Dejamos reposar la idea y días después lo intentamos de nuevo: el resultado ya no es basura pero sigue siendo mediocre. Ahora, tomen esa idea y retrabájenla durante una década. No es una receta infalible, pero a George Miller, creador de la saga Mad Max –y también guionista de Babe, el puerquito valiente– los veinte años de añejamiento de ese vengador desértico australiano de nombre Max, aunados a otra década de intenso trabajo para revivirlo, rindieron frutos verdaderamente inesperados.
Cuando Margaret Sixel, la editora de Mad Max: Fury Road, recibió el pietaje grabado por Miller y el director de fotografía John Seale, encontró que éste reunía un total de 480 horas de filmación. La tarea de ensamblar la película más ambiciosa de la carrera de Miller fue titánica, y Sixel, de la mano del director australiano, consiguió construir mediante 2700 tomas individuales distribuídas a lo largo de dos horas de metraje –imaginen el frenetismo narrativo de una cinta cuyo promedio de duración entre corte y corte es de 2.7 segundos– una de las cintas de acción más hermosas y demenciales que ha dado el aún joven siglo XXI.
El retorno de Miller al mundo de Mad Max, a pesar de contar ahora con un presupuesto de 150 millones de dólares –que francamente parece ínfimo dado el nivel de pasión por los detalles que presenta la cinta– se percibe como el trabajo de un cineasta con completa libertad creativa –contrario a lo que podría pensarse, toda la furiosa locura de la primera trilogía, lejos de atenuarse, se potencia hasta niveles insospechados–.
La gloriosa aventura que el mercenario Max Rockatanski debe emprender para ayudar a un grupo de esclavas sexuales a escapar de las garras de Immortan Joe –despiadado villano interpretado por un pletórico Hugh Keays-Byrne (exacto, el mismo actor que dio vida a Toecutter en la primera cinta)–, está aderezada con un estallido de imaginación que, además de incluir los vehículos y personajes más alucinantes que ha dado el cine comercial en el último lustro, no se detiene dos veces a pensar en qué tan políticamente correcta puede ser la representación de un pueblo de guerreros que esclaviza a sus mujeres, se alimentan de leche materna, y se rige por un fervor kamikaze inducido por un religioso lavado de cerebro y una droga estimulante en forma de spray. Vamos, este no es el típico blockbuster veraniego.
Por si fuera poco, el filme, como ya se ha repetido hasta el hartazgo, decide no construir su mitología en torno al personaje de Mad Max –Tom Hardy transformado en digno sucesor de Mel Gibson–, sino alrededor del personaje de Imperator Furiosa, mano derecha de Immortan Joe, convertida en traidora y lideresa del convoy de escape, a quien encarna una Charlize Theron amputada y maquillada con grasa de motor, en uno de los papeles más potentes y emblemáticos de su carrera. Hablar de feminismo tal vez sea demasiado, pero carajo, la cátedra que Miller da a lo largo de dos horas de metraje termina por humillar, con una elegancia digna de aplaudir, a la infinidad de blockbusters que tratan de perfilar a sus “heroínas” en base al tamaño de sus pechos.
Por si fuera poco, Mad Max: Fury Road le permite a los jóvenes espectadores asimilar a la cinta como un ente independiente de la trilogía ochentera de Miller, sin embargo, para aquellos espectadores avezados que decidan revisitar las tres cintas protagonizadas por Mel Gibson, recibirán como recompensa un placer emocional y visual mucho mayor, viendo a esa vil pértiga que en la primera película un motociclista nómada usaba para caer sobre una pipa de gasolina, potenciada a la enésima potencia en forma de las gigantescas pértigas que balancean a los hiperviolentos albinos de Immortan sobre el trailer conducido por Furiosa; viendo de nuevo por un segundo esos ojos saltones que se volvieron firma estética de la primera cinta en los instantes previos a una dramática colisión; viendo al legendario thunderdome de la tercera parte convertido en el hogar de las esposas de Immortan Joe; o viendo al horripilante Lord Hummungus reinterpretado en la figura del hijo gigantesco e imbécil de Immortan Joe; todo esto aunado a una miríada de referencias adicionales que al sumarse al desaforado compendio visual y emocional de la cinta, dan como resultado una experiencia que dejará a los fanáticos de la saga abrumados y profundamente satisfechos.
Excediendo cualquier expectativa que podría haberse previsto con antelación, el espectáculo visual y visceral que Miller compone –olvidemos el miedo a la hipérbole y llamémoslo por lo que es: hermosísimo– muestra las grandes posibilidades del cine de acción veraniego, que bien encaminado puede coquetear con un cine de mayor envergadura estética y emocional, dejando una huella infinitamente más profunda que los insulsos cañonazos de miles de millones de dólares que inundan las pantallas cada vez con más frecuencia.
Miller, cabrón, lo volviste a hacer.