Han pasado ya dos décadas desde que Kurt Donald Cobain apuntó una escopeta a su cabeza. Tres álbumes de estudio y un mítico disco en vivo fueron el legado con el que el rubio antirockstar, oriundo de la pequeña localidad de Aberdeen, en Washington, definió la música de la década de los noventa (60s: The Beatles; 70s: Led Zeppelin; 80s: Queen; 90s: Nirvana. Mucho que argumentarle a tan simplista visión, pero vamos, entienden a lo que me refiero).
La importancia de Cobain y Nirvana en la cultura pop de los noventa es innegable –¿hay acaso algún ser humano de menos de cuarenta y más de quince años al que no se le erice la piel tras escuchar los primeros acordes de Smells Like Teen Spirit?– y para colmo, el abrupto suicidio en el punto más alto de la fama –final arquetípico del genio incomprendido; de la leyenda; del rockstar non plus ultra– equiparó a la figura de Kurt con mitos de la talla de Hendrix, Joplin, Morrison, etc., convirtiendo su vida, que ya era analizada con feroz escrutinio por los miembros de la prensa, en algo reverenciado y digno de culto.
Es por lo anterior penoso que tras veinte años de añejamiento del mito, el primer documental “oficial” de la vida de esa bestia mitológica que aullaba “Rape me! Rape me!” en Saturday Night Live ante la mirada atónita de los telespectadores, sea una pieza de cine tan desangelada como Cobain: Montage of Heck.
Tras un espectacular trailer y la promesa de que el documental duraría casi dos horas y media, las expectativas eran altísimas, sin embargo, lo que el experimentado documentalista Brett Morgen consigue ensamblar no es más que la visualización de la página de Wikipedia de Cobain: un relato que de todo el material disponible sobre el músico decide aprovechar las nimiedades más superficiales para perfilarlo.
Partiendo de un cúmulo de anécdotas infantiles y juveniles –varias de ellas desmentidas por músicos contemporáneos a Kurt– cuyo único objetivo es construir la idea de un genio innato e incomprendido, para posteriormente hablar de la forma más superficial posible sobre el proceso creativo y la obra de Cobain, Montage of Heck se convierte en un ejercicio tan estilizado como reiterativo y tedioso, en el que el espectador lee una y otra vez, sin línea argumental alguna, páginas esquizofrénicas de los diarios de Cobain, que saltan como aderezo a las insulsas entrevistas que Morgen hizo a Krist Novoselic –Dave Grohl por fortuna tuvo la suficiente integridad moral como para no salir en esta basura–, Courtney Love en un penoso papel de “señora bien”, la mórbidamente obesa exnovia de Cobain, y finalmente su madre: una especie de Courtney Love aún más ajada y mitómana, si es que eso es biológicamente posible.
Anulados quedan el proceso creativo de Cobain, los escándalos producto de sus letras, y la dinámica que existía entre los integrantes de una de las bandas más importantes del siglo XX, obviándose el profundo impacto de Nirvana en la cultura pop entre minutos y minutos desperdiciados con grabaciones de la cotidianidad drogadicta de Kurt y Courtney. La capacidad empática del espectador por el ídolo queda completamente nulificada.
Por si fuera poco, el clavo final en este tedioso ataúd es el hecho de que Brett no se atreve a hablar de la muerte de Cobain, presentando un epílogo por demás pusilánime en vez de explorar las incontables horas de pietaje que flotan en la red sobre el duro golpe que la muerte de Kurt significó para el mundo de la música, o las decenas de teorías sobre su muerte, aún no esclarecida del todo.
Largo, torpe y vacío, Cobain: Montage of Heck es un homenaje imbécil que nos recuerda que las “historias oficiales”, en su afán por conciliar todas las voces que las narran, muchas veces no generan mas que burdos espejismos de la realidad.