Uno de los grandes deseos del hombre, y también uno de sus más grandes miedos, radica en poder predecir su muerte. Una vez que la fecha está fijada la incertidumbre termina, y los planes que obsesivamente trazamos con vistas a una aparente inmortalidad se reducen, se concentran, se enfocan en torno a ese punto inamovible; en torno a la irremediable caída del telón y a la preparación del acto final.
Segunda adaptación de una obra teatral en la carrera de Dolan –la primera fue la estupenda reinvención de Tom à la ferme– Juste la fin du monde narra el regreso a casa de un reconocido escritor tras doce años de ausencia, para reencontrar a la familia que abandonó en su juventud (o más bien de la que escapó en su juventud) y anunciarles la proximidad de su muerte debido a una enfermedad terminal.
Es a partir de esta aparente muestra de empoderamiento, en la que un hombre decide enfrentar a los demonios de su juventud gracias al sentimiento de invencibilidad que le otorga la inevitabilidad de su muerte, que Dolan filma la que tal vez sea su cinta más sobresaliente a la fecha: un virtuoso ejercicio cinematográfico construido en torno a un cúmulo de encontronazos familiares –la madre orgullosa que intenta atesorar los pedazos de una vida que se ha derrumbado, la hermana que idolatra y resiente a partes iguales al hermano perdido, y el hermano mayor que ve el éxito de Louis con la ira que deviene de la envidia y el fracaso– que se desarrollan en torno a diálogos extraordinarios, cuya intensidad y virtuosismo remite a obras del calibre de Who’s Afraid of Virginia Woolf, o Festen.
Ese deleite del filme por su construcción dialogística –en parte cortesía del texto original de Jean-Luc Lagarce y en parte de la adaptación que Dolan hace de él– se potencia en obra mayor gracias al tratamiento estético que el director canadiense perfila en torno a una auténtica sobredosis de close-ups, que en ningún momento se convierten en un recurso tedioso gracias a la inventiva cinematográfica de André Turpin, y gracias también a la hermosa construcción de un conjunto de flashbacks mentales a los que el protagonista se enfrenta conforme avanza el metraje, y que fungen como delicados interludios fotografiados con virtuosismo, y musicalizados desde un pop que raya en lo kitsch pero que inexplicablemente funciona (con decirles que tal vez el momento más entrañable y estéticamente brillante del filme sea una secuencia que se proyecta al ritmo de la nefanda Dragostea Din Tei).
Por si lo anterior fuera poco, Dolan se encargó de conseguir un elenco inmejorable para dar vida a los cinco personajes protagónicos de la cinta, destacando por supuesto el papel de Gaspard Ulliel como el escritor moribundo, pero también el de Léa Seydoux como su hermana, y el de un devastado, incomodísimo y violento Vincent Cassel como el hermano mayor.
Dolan regresa tras la visualmente espectacular pero narrativamente decepcionante Mommy con una auténtica joya, modesta en apariencia pero ejecutada con un nivel de maestría nunca antes visto en su notable pero irregular filmografía. Por desgracia tengo la sensación de que la película será recibida con frialdad, y minimizada por no exhibir la grandilocuencia que se espera del joven director canadiense. Pero bueno, independientemente de la decantación que el juicio del tiempo hará de esta pieza, lo único que queda claro es que tenemos Dolan para rato.