Bellas de noche (2016)

Hay una secuencia en Bellas de noche –el documental dirigido por María José Cuevas sobre cinco de las vedettes más importantes de México durante las décadas de los setenta y ochenta– en donde la legendaria y sexagenaria Lyn May relata que lo que más disfruta en la vida es “el deporte y el sexo”, para luego revelar que ella se ejercita diariamente “como diez horas” y tiene sexo “tres veces al día”. Sin embargo, el hermoso ejercicio de humor involuntario llega a su clímax cuando la costeña declara que “lo más rico de todo” es tener sexo en la copa de “árboles como estos”. La directora, maravillada, exclama “¿como estos?… ¿pero cómo me subo ahí?”, mientras la cámara enfoca la descomunal altitud de la copa de los árboles que rodean a la entrevistada. “Ah bueno… pues te subes así…” contesta May mientras hace la mímica de escalar con las manos “es que claro… yo soy de Acapulco”.

Escenas delirantes como la anterior son la norma en el pintoresco metraje de Bellas de Noche, la brillante culminación de un proyecto personal de María José Cuevas, que se transformó en un documental que encumbra y destruye a las efigies femeninas que dieron forma a la era dorada del kitsch en el cine y en el teatro mexicanos.

Olga Breeskin, Lyn May, Princesa Yamal, Wanda Seux y Rossy Mendoza conforman el inmejorable elenco de este entrañable recuento de naufragios artísticos y emocionales, que parte de los momentos estelares de cada una de las cinco protagonistas –cargados de brillantina, pieles, plumajes multicolores y sensualidad irrestricta– y aterriza en el ocaso de las cinco diosas que, olvidadas por los medios que alguna vez las encumbraron, se aferran a los cada vez más elusivos recuerdos y a la esperanza de algún día volver a pisar un escenario.

Ejercicio fílmico que cumple con los excesos y la melancolía que promete en su sinopsis, Bellas de noche es además una cinta con dos características inesperadas que la convierten en obra mayor: la primera es sin lugar a dudas su completo respeto por los personajes que retrata, personajes que a pesar de su excentricidad desmedida son presentados sin el menor atisbo de burla, algunas veces desde una crudeza descorazonadora –véase la devastadora secuencia de la peluca, o la del cadáver del marido de Lyn May– y otras desde el humor desbocado –véase el sexo arbóreo– pero siempre desde un respeto tácito que se agradece y que dada la temática del filme podría perderse en un parpadeo. La segunda característica encomiable que convierte a Bellas de noche en algo más que un documental sobre el efímero sueño de la fama es su sobresaliente tratamiento estético, que consigue retratar la rutina de esas cinco mujeres mediante estampas de gran belleza que enmarcan a las vedettes en esos hogares que, recubiertos de ángeles de porcelana, motivos japoneses, miniaturas del David de Miguel Ángel, y cuadros pastelosos, fungen como representaciones gráficas del desordenado y furibundo ideal de belleza del exceso.

El documento fílmico de María José Cuevas queda para la posteridad y merece verse. El canto del cisne de cinco mujeres antes del olvido definitivo.

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