Pocos géneros cinematográficos han tenido tanta importancia dentro de la historia del cine como el horror. Apenas el mismo año en que los hermanos Lumière maravillaron al mundo con su célebre secuencia de la llegada de un tren a la estación de La Ciotat, Georges Méliès estrenó La manoir du diable: la primera cinta de terror de la historia, en la que durante poco más de tres minutos un hombre se enfrenta, por momentos valeroso y por momentos aterrado, a un catálogo de apariciones sobrenaturales. La razón detrás de la premura de Mèliés por estrenar una película de horror es simple: el cine, que se veía como un espectáculo circense, debía atraer espectadores a las carpas, y qué mejor manera de hacerlo que recurriendo a la única certeza que nos ha legado la producción mitológica y religiosa del ser humano: nos fascinan las historias de terror.
Suspiria, el sexto largometraje del padre del giallo italiano, Dario Argento, es un claro ejemplo de la influencia que ha ejercido el horror en la historia del cine. Anclada en la tradición inmortal de la brujería, Suspiria es una película que cuatro décadas después sigue siendo una de las experiencias audiovisuales más desbordantes que pueden verse en una pantalla grande. Un filme que actúa como un delicado aparato cuidadosamente diseñado para embotar por completo los sentidos del espectador, y en cuyo núcleo se alza una historia cuya simplicidad es el finísimo hilo con el que Argento ata la cordura del espectador para no perderlo por completo en el delirio.
Una joven bailarina estadounidense –Jessica Harper en clave de joven, bella e inocente– decide continuar sus estudios en un prestigioso internado de danza en Alemania, sin sospechar que justo al instante de su llegada un violento asesinato romperá con la armonía del recinto, para sumir tanto a alumnas como a maestras en un estado de aterradora incertidumbre. El misterio, que gradualmente se revela conforme la protagonista se adentra en el estricto mundo de la academia, es apenas un accesorio de la experiencia audiovisual de Suspiria, que en cierto modo emula lo ocurrido con la bellísima Das Cabinet des Dr. Caligari, en la que el fondo pierde la batalla contra el magistral desarrollo de la forma. Situación que lejos de restarle mérito a la narrativa del filme, lo que evidencia es la necesidad, muchas veces imperativa, de crear una historia simple para poder sumergir por completo a la visceralidad sensorial del espectador en el más completo éxtasis audiovisual.
La depurada construcción atmosférica de Suspiria, con su alucinante paleta de colores y sus decorados que en todo momento se mueven en la intersección visual de un cuento de hadas y una casa embrujada, son el resultado de la sobresaliente colaboración entre Dario Argento y el fotógrafo Luciano Tovoli, con quien Argento había trabajado en Profondo Rosso, y cuya única petición para aceptar el trabajo de Suspiria fue que, en un afán de experimentación, no debería existir ningún tipo de postproducción visual. De forma que todos los colores y los efectos debían filmarse in situ sin ningún tipo de corrección posterior.
El peculiar capricho de Tovoli dio pie a un complejo proceso de experimentación, en el que se filtraron las luces escénicas a través de telas y papeles coloridos, y se construyeron complejos mecanismos cilíndricos que permitían proyectar colores rojizos y azulados en las caras de los actores –véase la secuencia inicial en donde la protagonista aborda el taxi que la llevará a la escuela de danza–. El resultado es tal vez la cinta de horror más bellamente filmada de la historia, cuyo culto eventualmente devino en la creación del neon-noir moderno, representado actualmente por cineastas de la talla de Nicolas Winding Refn y Harmony Korine.
Y finalmente, es el soundtrack compuesto por la banda italiana de rock progresivo Goblin –que bien podría describirse como la banda sonora de The Exorcist pasada por un filtro de Black Metal antes de que el Black Metal se inventara– el broche de oro que sublima al derroche visual de Argento y lo eleva a una auténtica sobrecarga sensorial. Sobrecarga que por momentos se vuelve casi intolerable –véase la extraordinaria secuencia del asesinato inicial– pero que le permite al director italiano mantener a lo largo de todo el metraje un desaforado nivel de omnipresente tensión.
Suspiria es una experiencia iniciática para paladares refinados: su morbosa violencia y su desdén por elementos fundamentales de la cinematografía como la lógica espacial o la continuidad narrativa pueden generar incomodidad en el espectador, sin embargo, cuando se consigue penetrar los perversos códigos estéticos de su maquinaria, el síndrome de Stendhal se vuelve una consecuencia inevitable.
Sugerencia: busquen la versión de aniversario restaurada en 4k, véanla en la pantalla más grande que puedan, con el sonido más potente que encuentren, y asegúrense de que les quede suficiente espacio frente a la butaca para arrodillarse al final.