Visages villages (Faces Places) (2017)

En una de las pocas escenas que disfruté de Visages villages –documental donde el “artista” J.R. se cuelga del talento de la célebre directora Agnès Varda en un intento por dotar de significancia a su repetitivo y pseudo comprometido corpus fotomuralista– la pareja compuesta por J.R. y Varda visita la casa de uno de los padres de la nouvelle vague: el director francés Jean-Luc Godard, con quien la cineasta franco-belga sostuvo una profunda relación de amistad en su juventud. Ya sea porque intuyó de inmediato el cliché sentimentaloide que implicaría el ejercicio de colocar a un artista pop treintañero, reverenciado en el mundo de los art-bloggers, junto a una cineasta experimental de la vieja guardia cuya edad, apariencia y carácter la convierten al instante en un personaje adorable; o simplemente porque se levantó del lado equivocado de la cama, Godard, de forma críptica pero tajante, le niega la entrada tanto a J.R. como a Varda. Disfruté profundamente ese rechazo trivial e inconsecuente porque llevaba un rato sin enfrentarme a un ejercicio fílmico que me provocara tanto malestar.

Visages villages, sin pretender serlo, es un estupendo documental acerca de algunos de los elementos más detestables del arte contemporáneo, que en una de sus peores vertientes le ha colocado al arte pop una penosa máscara de compromiso social, para fomentar el encumbramiento de artistas poco sobresalientes que, valiéndose de un supuesto compromiso con lo marginal, y casi siempre escudados en una grandilocuencia más de formato que de concepto, buscan como único fin el éxito comercial de su obra.

Exponente flagrante de esa vertiente artística, J.R. explota los clichés más simplones del misery porn (en esta ocasión middle class porn), que por desgracia están más arraigados que nunca en el occidente políticamente correcto, para recorrer el mundo en busca de historias e imprimir fotos gigantes de sus protagonistas. Casas, graneros, torres de agua, y demás vestigios arquitectónicos de otros tiempos, son tapizados por las enormes fotografías de J.R., en un intento por visibilizar las arduas condiciones de vida de un pequeño pueblo minero en el que vive una señora que trabajó mucho y… pues… los mineros se ensucian mucho y luego bañarlos es bien complicado… o qué tal un granjero francés que… pues… le va bien y todo… y pues… es un granjero… y… bueno… mejor vamos a visitar a los obreros de una fábrica que… pues… es una fábrica… y pues… ah, sí, hoy jubilaron a un obrero… y pues… sí está medio triste el asunto… pero mejor luego nos tomamos una foto grupal con todos los demás obreros y la pegamos ampliada en un muro porque la vida es bien bella y… bueno, ya me entendieron.

Lo peor de todo esto es que Agnès Varda, cuyo papel en el cine europeo ha sido fundamental, y cuya intuición fílmica podría haberse utilizado para construir un grandioso documental en torno a la riqueza cultural de la Francia moderna, se ve reducida al papel de una enternecedora mascota bondadosa, cuyos comentarios están en todo momento orientados a vestir el inexistente concepto artístico de un astuto influencer ávido de reconocimiento.

Valioso por su lamentable subtexto, y por un par de imágenes carentes de concepto pero pensadas con algo de intuición estética –véase sobre todo la secuencia del búnker alemán en la playa– Visages villages fue un rotundo éxito crítico y de audiencia. Nunca me había sentido tan solo en el repudio a un producto artístico, así que este pequeño texto es más bien un papel dentro de una botella, que lanzo al gigantesco océano de críticas positivas que recibió la película, con la esperanza de que en algún momento llegue a las manos de otro náufrago para que, sentado en la playa lanza en mano y semidesnudo, sepa que no está solo en el mundo.

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