La idea detrás de esa película que el propio Welles vendió en vida como la que sería su obra maestra definitiva, surge de un brillante juego entre realidad y fantasía, cuyo propósito radica en establecer paralelismos evidentes entre la historia del filme (un director legendario caído en desgracia que busca terminar su última película) y la etapa final de la vida del propio Welles (un director legendario caído en desgracia que busca concluir la filmación de The Other Side of the Wind).
Sin embargo ni siquiera el propio Welles pudo imaginar la resignificación que el tiempo le daría a ese juego de espejos, que después de su muerte se convertiría en material de leyenda, y que finalmente sería exhibido cuatro décadas después de haberse imaginado, mediante un replanteamiento conceptual en la forma de una obligada función doble compuesta por el filme de Wells –editado según sus notas a partir de un centenar de horas filmadas por Orson– y por un extraordinario documental que disecciona el proceso creativo del director estadounidense.
La primera palabra que viene a la mente una vez terminadas las dos horas de metraje de The Other Side of the Wind es “desastrosa”. En su delirio creativo, Welles había imaginado una película compuesta a su vez por dos películas (como si el juego de espejos entre la vida de Welles y el filme no fuera suficiente): la primera debía narrar el último día de vida de un director de cine interpretado por John Huston, ambientado en una concurrida fiesta repleta de lo más selecto de la intelectualidad fílmica (para ridiculizarla, por supuesto), mientras que la segunda película debía ser la cinta que el personaje de John Huston estaba intentando filmar: una pieza de cine atmosférico al más puro estilo de Zabriskie Point, de Antonioni, cuyo objetivo era validarlo una vez más como autor cinematográfico contestatario. La idea suena extraordinaria, sin embargo la ejecución de Welles, aunque técnicamente impecable e innovadora (la fiesta es filmada con decenas de cámaras portátiles en 8 y 16mm que permiten una edición vertiginosa que contrasta con el ralentizado cuidado atmosférico de la segunda película) se desbarranca en un guión plagado de aforismos cursis y supuestas frases ingeniosas que buscan satirizar, de la forma más burda posible, el actuar de críticos e intelectuales preocupados más por el desarrollo de una teoría fílmica que por la experiencia visceral del cine.
Fabulosa habría resultado la dupla protagónica de John Huston y Peter Bogdanovich –este último adoptando el mismo papel de amigo entrañable y traicionado que interpretaría años después en su propia relación con Welles– de haber contado la cinta con diálogos más sólidos y con un desarrollo narrativo más “cuidado”, en vez de confiar en la improvisación a la que Welles privilegió por primera vez en su carrera.
Un desastre, legendario sin duda, pero desastre innegable, que merece verse no sólo porque nos lega algunas de las secuencias más demenciales de la filmografía de Welles –véase esa alucinógena secuencia sexual protagonizada por Oja Kodar en un automóvil en movimiento– sino por su carácter de desaforado testamento creativo, que sólo funciona con efectividad mediante el acompañamiento del bellísimo documental They’ll Love Me When I’m Dead.
El estreno de esta opus que cierra con asombro y extrañeza el legado fílmico de Orson Welles no modifica nuestra visión del genio de uno de los directores más trascendentales de la historia del cine, pero nos permite entrever el ocaso de una mente brillante, un ocaso grandilocuente en el que se adivina la misma ambición creativa de ese joven que creía poder adaptar El corazón de las tienieblas, lanzándose al abismo sin miedo a fallar, sin temor a nada. Ver una puesta de sol así, créanme, no es poca cosa.