Todo tiempo pasado fue mejor, dijo un viejo. Sin embargo, la afirmación no se desprende de un sesudo análisis sociológico o geopolítico, sino del hecho de que nuestra adultez se forja en torno al concepto de la pérdida, y en el pasado no hay aún nada perdido. El camino a la adultez puede resumirse en mayor o menor medida como un cúmulo de madrazos emocionales, que desgastan el que tal vez sea el concepto más valorado e idealizado por el hombre del siglo XXI; ese concepto que de inmediato nos revela mucho más aberrante el asesinato de un niño que el de un adulto: la inocencia.
Es por eso que una y otra vez volvemos mentalmente a esos momentos de vida definitorios, en los que nuestra inocencia infantil se desgarra en el umbral del mundo adulto, y es precisamente por eso que Jonah Hill decidió estrenarse como director cinematográfico con una cinta sobre la adolescencia, reviviendo de paso el recientemente olvidado género del skate teen drama, que alcanzó su mayor esplendor con la devastadora Kids, de Larry Clark.
Con uno de los elencos más brillantemente casteados del año, Hill narra la gradual transformación de Stevie, un niño tranquilo, hijo de madre soltera y buleado por su cobarde hermano mayor, que cruza la puerta de la adolescencia al adherirse a un grupo de skaters liderado por Ray y Fuckshit, dos jóvenes que persiguen el sueño de patinar de forma profesional, y que en sus respectivos papeles de cerebro y tripas del pequeño colectivo de teens, mantienen cohesionada a una pandilla que enarbola el cliché (efectivo por veraz) de esa adolescencia que se desliza furiosa y desconcertada por las calles de un mundo adverso, extraño y vacío, que eventualmente se revela como su hogar.
No hay mayor complejidad en la trama de Mid90s, y de los párrafos previos pueden ustedes inferir de forma certera los diversos estadios del filme: descubrimientos sexuales, construcción de vínculos afectivos entre los personajes, secuencias de irreverencia humorística, y profusos ejercicios de rebeldía sin causa. Sin embargo la película, cuyos elementos nucleares hemos visto mezclados con anterioridad en infinidad de filmes, funciona por su factura: por esos diálogos escritos e improvisados desde la más entrañable naturalidad, gracias al talento en bruto de un grupo de adolescentes sobresalientes; por esa brillante banda sonora compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, en la que se mezcla el abrumador talento del padre de Nine Inch Nails –véase el plano secuencia de la fiesta casera– con un fantástico mixtape de joyas noventeras; y finalmente por la pericia de Jonah Hill para ensamblar un relato radicalmente alejado de moralejas, que a pesar de su brevedad consigue desarrollar personajes interesantes que nos remiten a la indescriptible y maravillosa sensación de ser joven e imbécil. Esa sensación que gozamos durante poco más de una década y que añoramos hasta el fin de nuestros días. Las caguamas en la banqueta nunca volverán, pero qué bonito es recordarlas.