Zimna wojna (Cold War) (2018)

Sobre una página en blanco el guión de Cold War, la nueva película del formidable cineasta polaco Pawel Pawlikowski, se lee intrascendente. La simpleza del romance que fundamenta su narrativa, con excepción de un par de giros argumentales, se cuenta en palabras del mismo modo que una miríada de historias románticas convencionales; el maestro que se enamora de la alumna estrella; las dificulades de un amor sometido a un régimen social opresivo (en este caso, el régimen socialista de Stalin); el enfrentamiento entre idealización romántica y realidad; las violencias propias de un enamoramiento irreductible pero intenso; y finalmente el melancólico descubrimiento del sinsentido vital, son elementos cuya esencia se ha decodificado en palabras una, y otra, y otra vez, desde los albores de la literatura helenística (e incluso antes). Pawlikowski lo sabe, y la forma en la que plantea el núcleo de su historia, mediante viñetas que se suceden con algunos años de diferencia entre el origen y el fin de su romance, no pretende en ningún momento transmitirnos algo nuevo, coquetear con algún tópico tabú, o replantear la forma en la que hemos visto representada la intensidad romántica en el cine durante décadas. Nada nuevo, y sin embargo, lo que vemos en pantalla es absolutamente maravilloso.

No caeré en la anacrónica batalla entre forma y fondo que por desgracia sigue vigente en una gran cantidad de círculos críticos, pero sí es interesante hacer notar que dos de las películas más brillantes del año –léase Roma, de Alfonso Cuarón, y Cold War– son lo que son gracias al portentoso manejo que sus directores hacen del lenguaje cinematográfico. Esa habilidad para colocar la cámara de forma que cada secuencia parezca un auténtico milagro, aunada a la inteligencia necesaria para darle protagonismo a elementos circunstanciales que son intrascendentes para el desarrollo del romance, pero que revisten al relato con un aura de inabarcable profundidad humana, son los trucos que permiten que Cold War no sea una precuela burda de La La Land en la posguerra.

No hace falta mas que ver esa secuencia en la que la protagonista se lanza cantando a un río tras haber estado con el amor de su vida –y contemplamos su cuerpo flotar sobre un espejo de agua al parecer completamente estático, hasta que adivinamos su corriente porque en la parte inferior del encuadre los pastos de la orilla se desplazan lentamente, mientras el cuerpo completamente vestido de la mujer se queda impávido, flotando siempre en el centro de la toma, y el pastizal sigue su andar, deslizándose como el sobrenatural caudal de un río de tierra– para entender que la historia da igual y que el milagro que estamos presenciando va más allá de cualquier narrativa. Lo que vemos en pantalla es una epifanía que supera cualquier lenguaje intelectual, la epifanía de la belleza.

Secuencias como esa son la norma en un filme que es brillante hasta en la elección de su duración: una hora y media concisa, que permite mantener el ritmo de una inagotable sucesión de bellezas que por momentos resultan casi increíbles en cuanto a la habilidad e imaginación de su puesta en escena –véase la secuencia del gigantesco espejo; todas y cada una de las escenas donde se interpreta el leitmotiv musical; el homenaje final (involuntario, o no) a Mirror, de Tarkovsky; y básicamente todas las otras secuencias que componen esta pieza fantástica de cine.

Es así que este cuento modesto, de una chica que se enamora de su profesor de canto, y de un profesor que se enamora de su talentosa alumna, termina funcionando como un portento cinematográfico que se sostiene sobre la desbordante habilidad de Pawlikowski para generar momentos audiovisuales sobresalientes. Cualquier escritor mediano podría haber hecho esa ligerísima crítica al sistema estalinista, o perfilado ese cúmulo de personajes circunstanciales, que rodean a los protagonistas en un afán por ser precisamente intrascendentes frente a su inconmensurable amor, pero sólo Pawlikowski podía haber convertido ese guión en la que tal vez sea la película más hermosa del año. Tal cual.

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