Una de las imágenes a las que más recurro cuando pienso en los mecanismos de la memoria es la del espejo roto. Ese espejo que alguna vez se estrelló contra el suelo y que ahora nos mira desde la pared del baño, deformando nuestro rostro con sus pedazos poligonales ligeramente desacomodados, o de plano ocultando parte de nuestras facciones con los espacios negros que muestran el lugar que una pieza ausente ocupaba sobre el endeble marco de la memoria. Sabemos que ese reflejo deformado es nuestro rostro. Nos reconocemos, pero somos otro.
Los últimos cristales que con el paso del tiempo permanecen adheridos al marco de la memoria son aquellos que nos definen con mayor intensidad, mientras que el resto cae en el poético basurero del olvido. La tragedia es que, conforme envejecemos, vemos que años enteros de vida quedaron resumidos en el recuerdo de una pelea, de un beso, o de un olor; y esa noción nos atormenta de tal forma que pasamos gran parte de nuestras vidas pegando cristales sueltos para intentar ensamblar aquello que hemos perdido. Años después acudimos a las fotografías que hemos olvidado, y las historias detrás de ellas se remiendan con pedazos sueltos de cristal, que fingimos reacomodar en el lugar exacto del marco a pesar de que sabemos perfectamente que la pieza se ha perdido irremediablemente.
La memoria, en su encarnación de rompecabezas insoluble constituye el núcleo de Zerkalo: la obra más personal y biográfica del célebre director ruso Andrei Tarkovksy, así como una de las cintas que más se han aproximado a la compleja representación del flujo de la memoria, cuyo estudio en términos narrativos fue perfeccionado casi al mismo tiempo por los escritores James Joyce y William Faulkner, con Ulysses y The Sound and the Fury respectivamente.
En Zerkalo Tarkovsky disecciona los recuerdos de un poeta moribundo que desde su lecho de muerte recuerda su niñez, su madurez durante la guerra, y su posterior convalescencia mortal, mediante un ritmo narrativo que carece por completo de una estructura temporal clásica, y que intercala sin previo aviso un conjunto de bellísimas viñetas que entremezclan los recuerdos y los sueños de esa mente que se encuentra a instantes de apagarse, y que en su último aullido rememora entre sueños y realidades distorsionadas todo lo que alguna vez creyó ser.
Este maravilloso espejo fragmentado que Tarkovsky crea en honor a su padre –el poeta Arseny Tarkovsky– es tal vez la cinta más bellamente filmada del director ruso, quien tras tres películas abandonó por diferencias creativas a su fotógrafo de cabecera Vadim Yusov, contratando por primera vez al virtuoso Georgi Rerberg, cuya maravillosa lente es en parte responsable de la abrumadora cantidad de momentos visualmente majestuosos en Zerkalo –véase la secuencia en blanco y negro de la madre corriendo por las calles; la milagrosa escena de la ráfaga de viento en la hierba; el sueño levitante; y finalmente la increíble complejidad compositiva de la visión infantil durante el incendio en el granero–.
La voz del padre de Tarkovsky, y el andar de su madre y su esposa quedan impresos a lo largo del filme, como si Andrei intentara documentarlos en un intento por asir aquello que en su mente se desintegra día a día, y que incluso en el celuloide revelado modificará sus significancias con el paso del tiempo. Y es a través de la maravillosa definición de la memoria en Zerkalo –cuyo estreno fue mediocre y limitadísimo, pero que ahora se rescata como uno de los filmes más bellos de la historia– que nos percatamos de aquellos recuerdos que hemos y nos han construido.
Mi recuerdo más antiguo es de 1985. Un año después de mi nacimiento. Sé que es un recuerdo manufacturado porque es imposible que un niño que acaba de aprender a hablar recuerde cosa alguna 32 años después. En mi recuerdo estamos mi madre, mi padre y yo desayunando en la mesa de la cocina. Comienza a temblar y guardamos silencio. Me balanceo en mi silla de bebé unos segundos y mi padre me levanta en brazos. En la calle los árboles y los cables se mecen en alegre danza, mientras a unos cuantos kilómetros la ciudad se desintegra en alaridos. Me imagino ignorante de todo aquello, en los brazos de mi padre y con mi madre a un lado, contemplando feliz el baile de los árboles porque ¿qué puede desear un niño más que bailar?
32 años después el recuerdo regresa con fuerza desde los escombros de la memoria. En 32 años ¿significará algo?