Whiplash (2014)

Recuerdo la ruidosa exhalación (casi suspiro) que emití al ver que Whiplash, segundo largometraje del músico fallido y director norteamericano Damien Chazelle, había terminado. Aún hasta este momento podría jurar que contuve la respiración, asombrado al punto del ridículo y convertido en una especie de antena sensorial, durante esos veinte minutos que componen la última secuencia de uno de los filmes más intensos de lo que va de la década. Es en este momento donde la crítica escrita encuentra sus límites descriptivos (inserte aquí los últimos veinte minutos de Whiplash).

Pero seamos un poco más analíticos, Whiplash no sólo es ese final hipersensorial y desaforado que funciona como ejemplo perfecto de la difusa categoría del cinéma pur, el filme es además un compendio de grandísimos actores, que danzan al ritmo de un guión impecablemente trazado por el propio Chazelle, donde revive los años en los que persiguió una carrera como baterista de jazz, tomando como base para su narrativa el recuerdo de uno de sus mentores más salvajes, y reconstruye con maestría la enfermiza y obsesiva relación maestro-alumno que, degenerada por la búsqueda de la perfección, suele ocurrir en los niveles más elevados del sistema educativo.

J. K. Simmons, en el papel que probablemente defina su carrera como actor, interpreta a Fletcher, maestro de jazz en la mejor escuela de música estadounidense, agresivo, violento, terror de los alumnos e incansable perfeccionista, que durante años ha formado a los mejores jazzistas de Estados Unidos. En la otra esquina aparece Andrew (interpretado por el joven Miles Teller quien también hace un trabajo extraordinario), baterista incomprendido, solitario y profundamente obsesionado con sobresalir, que capta el ojo de Fletcher tras una sesión de ensayo y es llamado a participar en su legendaria banda.

El encuentro entre esas dos bestias incansables, para las que lo único que importa en el mundo es la música y la perfección, es dirigido de forma magistral por Chazelle casi siempre en clave de thriller, situación que convierte a la cinta en un perene tour de resistencia para el espectador que se verá, además de fascinado por la apasionada representación del poco conocido mundo del jazz profesional, sometido a un constante y despiadado incremento de tensión que eventualmente desemboca en esa soberbia catársis de la que ya hemos hablado.

El vertiginoso ritmo narrativo del filme se sostiene en cuatro grandes pilares, en primer lugar la virtuosa cámara de Sharone Meir, capaz de crear secuencias que juegan de forma inmejorable con la luz de ese universo de espacios cerrados (salones, estudios, salas de conciertos, etc.) habitado por los personajes; en segundo lugar el extraordinario trabajo de edición de Chazelle y Tom Cross, que mediante ráfagas de imágenes consiguen captar segundos o décimas de segundo de gran emotividad histriónica, los cuales se imprimen con potencia en la retina y en el inconsciente del espectador; en tercer lugar la banda sonora compuesta por Justin Hurwitz e interpretada por los músicos que se ven en pantalla, que funge como un personaje más del filme y que conecta poderosamente con el espectador sin importar que éste sea o no un entusiasta del jazz; y finalmente las actuaciones de esos dos titanes que, enfrentados en encarnizada y despiadada lucha en pos de la perfección, se desgarran (y muy en el fondo, se aman) con un salvajismo absolutamente memorable.

Damien Chazelle ha creado una de las experiencias audiovisuales más intrínsecamente relacionadas con la capacidad creativa y con la apreciación musical que se hayan visto en tiempos recientes. Una obra de proporciones épicas que debe contemplarse en pantalla grande y con el mejor sonido posible. Amén.

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