Una de las grandes cualidades del cine de género radica en que, como si de un gigantesco rompecabezas se tratara, cada cinta contribuye a la construcción y sofisticación de ese vasto conocimiento colectivo al que denominamos cultura pop. A pesar de que usted, querido lector, y yo, hemos estado sometidos a muy diferentes manifestaciones de dicha cultura, ambos sabemos, por ejemplo, que los vampiros beben sangre, que son vulnerables a la inserción de estacas en el corazón, y que padecen una especie de incómoda fotofobia crónica.
Es ese conocimiento aparentemente innato que la cultura pop se encarga de transmitir, de forma gradual pero asombrosamente efectiva, a los habitantes del mundo occidental, el motor central del extraordinario ¿homenaje? que los directores neozelandeses Jemaine Clement y Taika Waititi hacen al extenso género vampírico en What We Do in the Shadows.
Un equipo de documentalistas neozelandeses, por azares que no se discuten en el filme, contactan a un grupo de cuatro vampiros que durante el día se ocultan de la sociedad en una modesta casa, y los convencen de filmar un documental sobre su cotidianidad y la rutina que permea sus vidas. Vladislav, un remedo del célebre Vlad el empalador, que abreva de la representación que Coppola hizo de este en su adaptación de Dracula, y que a sus 862 años es un gigoló probado, funge como el vampiro más poderoso del peculiar grupo compuesto por Viago, de 379 años, protagonista del filme y centro emocional/organizativo del grupo, cuyo aspecto y modales están prácticamente calcados de la aristocracia vampírica de The Fearless Vampire Killers, de Polanski; Deacon, un chupasangre joven e impetuoso de 183 años que se remite a una especie de Kiefer Sutherland en The Lost Boys; y finalmente Petyr, el veterano y salvaje Nosferatu de 8,000 años de existencia, poseedor de una sabiduría profundamente anclada al instinto, y cada vez más alejado de lo que alguna vez lo hizo humano.
La rutina vampírica se ve modificada cuando Petyr convierte a un humano en chupasangre y el clan se ve obligado a aceptarlo junto a su mejor amigo (aún humano), hilarantemente interpretado por Stuart Rutherford. Situación que desata una serie de complicaciones que dan pie a la peculiar trama del filme.
El maravilloso compendio referencial que Jemaine y Taika ensamblan en poco menos de hora y media de metraje, con todo el cuidado y el cariño que podría tenerle al género vampírico un obsesivo fanático, es absolutamente memorable. No sólo dirigen, escriben y protagonizan el filme, sino que además exhiben una abrumadora habilidad para navegar, con la mayor naturalidad imaginable, por un gigantesco océano de tonalidades narrativas, logrando pasar en un instante de la emotividad más tierna al gore más salvaje, y de la carcajada incontenible al nudo en la garganta. Disfrazando en todo momento esa portentosa habilidad narrativa como si del más sencillo recurso fílmico se tratara.
Basada en un corto homónimo estrenado en 2006, escrito y dirigido también por Jemaine y Taika, What We Do in the Shadows no sólo es una de las mejores (¿la mejor?) comedias del 2014, sino muy probablemente la mejor comedia vampírica desde los Fearless Vampire Killers, de Polanski. Ágil, brillante y maravillosamente ejecutada, esta es una obra que se ha catalogado como una modesta joya, pero que espero el tiempo la condecore con el título de obra mayor que merece.