Upstream Color (2013)

Uno de los principales temores del hombre del siglo XXI radica en la catalogación que su entorno social hace de él. El esfuerzo por pertenecer a un grupo determinado, o incluso dentro de ese grupo ser considerado brillante, cómico, agradable, etc., determina una gran parte de las preocupaciones del hombre moderno y define uno de sus más grandes miedos: ser considerado un imbécil.

Es ese miedo a ser catalogado como idiota, ignorante o simplón, el que deviene en la imposibilidad de criticar una obra de arte únicamente a partir de la experiencia propia y del análisis del producto observado, sin remitirnos al temor de descartar algo que pueda resultar valioso ante los ojos de una figura moral superior, que pueda catalogarnos de imbéciles. A pesar de que la descripción del problema es simple, sus procesos y consecuencias impactan de forma directa tanto al mercado del arte como a nuestra capacidad crítica y, por desgracia, todos estamos alambrados para ser extremadamente susceptibles a este fenómeno.
Son precisamente estos complejos sociales y psíquicos los que, desde mi humilde punto de vista, han encumbrado al segundo largometraje de Shane Carruth, Upstream Color, como la cinta independiente que definirá al 2013 tanto en ámbitos de argumento como de realización.
Para comprender lo anterior tenemos que remitirnos al 2004, cuando un desconocido programador de software llamado Shane Carruth se convirtió, de la noche a la mañana,  en una de las figuras más respetadas de la ciencia ficción, al presentar en el festival de Sundance la asombrosamente compleja Primer, ganadora del gran premio del jurado en dicho festival y catalogada, casi de forma unánime, como una de las mejores cintas jamás creadas sobre viajes en el tiempo. 
Nueve años después, Carruth regresa con Upstream Color, película que, en la tradición de Primer, es actuada, escrita, dirigida, musicalizada y filmada por el propio Carruth, quien en un supuesto despliegue imaginativo decidió elaborar un nuevo relato de ciencia ficción, dejando de lado los viajes temporales y abordando ese estilo de Sci Fi que encumbró, hace ya algunas décadas, al extraordinario director canadiense David Cronenberg.

El filme comienza de forma inmejorable, narrando con gran virtuosismo el rapto de una joven a la que le implantan un gusano que la hace psicológicamente susceptible a la manipulación. Es bajo la influencia del parásito, que el secuestrador, utilizando un severo método de manipulación mental, obliga a la protagonista a vaciar sus cuentas bancarias, para luego escapar con el dinero. La mujer despierta del trance después de una cirugía mediante la que el parásito le es retirado, para percatarse de que sus cuentas fueron saqueadas, de que la han despedido del trabajo por ausencia y de que ha pasado a ser una completa paria.

Han transcurrido veinte minutos y la película funciona como una brillante pieza de relojería, sin embargo, poco a poco la historia comienza a perder el control y a alejarse de un objetivo concreto, en un afán por plantear simplonas alegorías sobre el control al que está sometida la humanidad citadina occidental y, principalmente, sobre lo fortuito que puede llegar a ser el amor.

Carruth escarba sin empacho en temas tan complejos como la pérdida filial o el miedo al fracaso después de superar una experiencia traumática, con una ligereza que le hace cuestionar al espectador la existencia de ciertas escenas que, lejos de aportar algo a la historia, plantean temas que son resueltos de forma apresurada y burda, a través de metáforas que involucran cerdos psíquicamente ligados a los humanos, un granjero megalómano y unas misteriosas orquídeas mutantes.

La gran virtud de Carruth es que está enamorado de las técnicas narrativas crípticas y elaboradas, situación que desde Primer le otorgó un estatus de creador brillante que en esta ocasión ha jugado a su favor, ya que, a pesar de lo risibles y vacuos que puedan resultar los conceptos que trata la cinta, el método mediante el que Carruth ensambla dichos conceptos, aunado a un brillante trabajo de actuación y edición que le permite a la película utilizar una cantidad minúscula de diálogos, convirtiéndola en una experiencia sensorial que termina por completarse a través de su cuidadísima banda sonora, transmite la sensación de que lo que uno acaba de ver es algo de una complejidad enorme y, por tanto, la obra de un genio.

Es por lo anterior que volvemos a la premisa inicial de que el hombre, cuando se enfrenta a un producto artístico de gran complejidad, que en una primera instancia lo supera, teme parecer estúpido ante sus congéneres y por tanto espera a que alguien con superior calidad moral, o algún antecedente del artista, valide o descarte dicho trabajo. He paseado por innumerables críticas que concuerdan en que Upstream Color es una auténtica maravilla y, sin embargo, aceptan entre risas que no entendieron absolutamente nada con la ya clásica expresión de “what the fuck is going on?”, situación claramente contradictoria que se apoya meramente en la fama previa del director y en el innegable virtuosismo visual de éste, sin percatarse de que dichas características son insuficientes para calificar a la cinta de “maravillosa”.

Dejando de lado quién es Shane Carruth, Upstream Color es un bello espectáculo visual que remite al espectador a los Body Snatchers de Don Siegel y que aborda, con una narrativa innovadora, conceptos socioculturales complejísimos, que sin embargo se analizan desde un punto de vista tremendamente simplista, convirtiendo al filme en un conjunto de pedazos anecdóticos con buenas ocurrencias que, unidas por otro director, habrían dado como resultado una buena película de ciencia ficción.

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