Junto a Yasujirō Ozu y Akira Kurosawa, el director Kenji Mizoguchi fue uno de los tres grandes cineastas que exportaron el cine japonés al mundo occidental durante la década de los cincuenta. A pesar de que las cintas de Mizoguchi ya habían sido profusamente alabadas por los críticos de la célebre Cahiers du cinéma, no fue sino hasta que el director japonés volvió a filmar películas de carácter histórico, debido en parte al gran éxito cosechado por Rashomon, de Kurosawa, que Mizoguchi comenzó a llamar poderosamente la atención del mercado cinematográfico occidental.
Tras el considerable éxito de Saikaku ichidai onna (The Life of Oharu), en 1952, Mizoguchi recibió la promesa de que tendría control total sobre su siguiente proyecto. El resultado fue una adaptación del libro Ugetsu monogatari, cuya traducción aproximada es Cuentos de luz de luna y lluvia, uno de los pilares de la literatura japonesa del periodo Edo, publicado a finales del siglo XVIII y escrito por Ueda Akinari, hijo de una prostituta de Osaka, médico connotado, filólogo, y uno de los poetas más importantes del estilo waka japonés.
Mizoguchi toma dos de los relatos contenidos en el libro de Akinari para ensamblar una historia ubicada en el japón feudal del siglo XVI, cuyo hilo conductor es la renovación de códigos morales y roles sociales en un pueblo humilde al que la guerra toma por sorpresa.
Dos parejas son las protagonistas del intrincado drama social que Mizoguchi expone a lo largo del metraje. Un alfarero que busca aprovechar la guerra para vender más vajillas de cerámica, y un campesino cuyo mayor anhelo es convertirse en samurai, se separan de sus abnegadas esposas para intentar alcanzar ese espejismo de oportunidades generado por la guerra, el cual se desvanece en un drama de proporciones funestas, donde Mizoguchi denuncia las inevitables atrocidades asociadas a los regímenes anárquicos engendrados por los conflictos bélicos, que poco o nada tienen que ver con las diferencias diplomáticas que los propician.
Mizoguchi, cuyo interés por los derechos de las mujeres en la sociedad japonesa engendró varios filmes de corte feminista, coloca a los hombres de Ugetsu monogatari como arquetipos de la pasión irreflexiva, seres que cegados por la gloria o el dinero son capaces de abandonar y engañar a esas mujeres que, a base de sangre y lágrimas, terminan por redimirlos y por aceptarlos nuevamente en ese paraíso perdido encarnado por la realidad cotidiana del núcleo familiar. Curiosamente, a pesar de estar enmarcado en un contexto histórico-social eminentemente machista, es el arquetipo femenino, y no el masculino, el que lleva sobre su espalda toda la carga del heroísmo y el drama del filme.
Más allá de la brillante adaptación argumental hecha por Matsutarô Kawaguchi, quien aparentemente trabajó bajo una estricta y casi tiránica supervisión de Mizoguchi, y de las brillantes actuaciones del cuarteto protagónico, Ugetsu monogatari es una exhibición de la abrumadora brillantez compositiva del director nipón, quien lleva de la mano al fotógrafo Kazuo Miyagawa para concebir secuencias de inefable belleza (véase la escena sobre el bote; el escape al bosque con decenas de planos de acción ocurriendo simultáneamente; o las delicadísimas secuencias de amor entre el maestro alfarero y un hermoso fantasma aristócrata).
Uno de los pináculos del género jidaigeki (drama de época) del cine japonés, Ugetsu monogatari le significó a Mizoguchi el premio al mejor director en el festival de Venecia, así como múltiples alabanzas de la crítica a su talento como cineasta. Alabanzas que, se digan como se digan, fracasarán irremediablemente al tratar de calificar la experiencia emocional contenida en este monumento absoluto de la cinematografía internacional, para el que bien valdría la pena desempolvar el término tan injustamente sobreutilizado de obra maestra.