Twentynine Palms (2003)

La memoria siempre es caprichosa y limitada. Es precisamente por esto que cada vez que entramos en contacto con una obra de arte, ya sea literaria, pictórica, escénica, etc., nuestro cerebro absorbe tan solo un pequeño porcentaje de ésta, almacenándolo en su gigantesca base de datos mental para luego desechar el resto.

Es mediante este proceso azaroso de selección individual inconsciente que se construye nuestra afinidad por determinado tipo de obras y artistas, sin embargo, en algunas ocasiones aparecen creaciones cuya intensidad obliga a nuestra mente a ceder un espacio permanente para las imágenes, palabras o sonidos que estas nos transmiten.

Twenty Nine Palms definitivamente se ha ganado un lugar en la zona más oscura de mis recuerdos. Su extrañísimo concepto narrativo, que la convierte en una cinta prácticamente inclasificable, se pasea con naturalidad por un sinfín de géneros, para salirse finalmente con la suya e inesperadamente autodefinirse como un filme de terror en los últimos diez minutos de metraje.

Dirigida por Bruno Dumont, la cinta funciona como un extraordinario manifiesto del equilibrio disfuncional que generan los roles asumidos de forma tácita en una pareja y del brutal shock que genera el acto de colocarse súbitamente en los zapatos del otro.

El guión, tan simple como el viaje injustificado de una pareja de enamorados por el desierto californiano hacia el poblado de Twenty Nine Palms, recuerda en su estructura a la maravillosa canción Popplagid de Sigur Rós, en donde toda la obra se convierte en un alargadísimo preámbulo in crescendo, que adquiere sentido únicamente mediante la atronadora y desgarradora conclusión, la cual transforma los suaves acordes iniciales en una gigantesca pared de sonido equiparable al horror que Dumont despliega con macabra sagacidad.

Enamorado de las tomas extremadamente amplias, del desierto y de un ritmo pausado que invita a la reflección de cada fotograma, Dumont, asistido por el fotógrafo Georges Lechaptois, crea una serie de secuencias que, a pesar de estar filmadas siempre con una crudeza buscada, llegan a sorprender muchas veces también por su belleza.

Las intensas actuaciones de Yekaterina Golubeva y David Wissak, únicos protagonistas del filme, se apilan en viñetas de convivencia que contextualizan a una pareja compuesta por un polo dominante y uno pasivo, cuyo equilibrio depende de una compleja relación de poderes que las circunstancias se encargarán de destruir.

Twenty Nine Palms no es una película perfecta, y su ritmo pausado puede resultar un fuerte obstáculo para algunos, sin embargo es una propuesta verdaderamente interesante, que juega hábilmente con las expectativas del espectador y que construye toda una experiencia audiovisual alrededor de un hecho cuyos palpables simbolismos pueden ser la semilla de un intenso debate, pero sobre todo el origen de muchas pesadillas.

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