En el año 150 a.C. el ministro chino Huang Pa recibió a dos mujeres que se disputaban la posesión de un bebé que ambas decían haber parido. Huang Pa, en su infinita sabiduria, ordenó que el niño fuera puesto a diez pasos de las dos mujeres y que, a una señal suya, fueran por él. Cuando ellas tomaron al pequeño se lo disputaron con tal coraje que parecía que lo iban a destrozar. El niño lloró dolida e inconsolablemente, y una de las mujeres, temiendo por la vida del infante, lo soltó. Una vez terminado el acto, Huang Pa le otorgó la potestad a la mujer que había soltado al infante, alegando que su amor de madre había buscado evitarle dolor al niño. Este relato escrito por el poeta Yin Shao hace más de dos milenios (muy similar al del legendario juicio del Rey Salomón), funciona como una definición clásica de lo que hoy en día conocemos como justicia. ¿Pero qué pasa si le damos la vuelta? ¿Acaso no podría ser que la verdadera madre del infante, poseída por el deseo sobrehumano de no ceder a su hijo, fuera justo la que no lo suelta, y aquella que lo deja ir simplemente es la farsante que asume que su engaño ha llegado demasiado lejos?
Durante milenios el hombre ha construido sus sociedades en torno a una gran falacia inalcanzable: la justicia. Ese término tajante que dirime con un “sí” o un “no” conflictos dibujados en una extensa gama de grises, con matices insondables y verdades que jamás llegan a decirse. La mal llamada justicia se aplica, pero ¿cuántas veces han caído las espadas sobre cuellos inocentes?
Three Billboards Outside Ebbing, Missouri –el regreso tras cinco años de ausencia del talentoso director y guionista Martin McDonagh– es un filme que busca (y consigue) desmenuzar los múltiples caminos y significancias de ese concepto inasible al que llamamos justicia, elaborando en el proceso un extraordinario retrato de la multiculturalidad estadounidense, pintado a través de las múltiples ramificaciones de un atroz crimen.
La madre de una adolescente violada y asesinada decide, tras meses de ineficacia policial, presionar a las autoridades con tres escandalosos letreros ubicados justo a las afueras del pueblo sureño. Tres frases devastadoras cuya violencia verbal resulta irónicamente más potente que el crimen del que exigen justicia, y que fungen como el detonante de un cúmulo de eventos mediante los que McDonagh explora, con una ambición desmedida, temas de índole racial, sexual, social y ética, consiguiendo cerrar todos y cada uno de ellos con inusitada brillantez.
Frances McDormand, Woody Harrelson y Sam Rockwell comandan la inmejorable ejecución histriónica de esta parábola doliente, que salta con pasmosa habilidad del horror más abyecto al humor más renegrido, y que entre suicidios enternecedores y explosiones de cocteles molotov intenta hacernos entender que los absolutos no existen, y que todos somos parte de una gigantesca maquinaria que se mueve gracias a malentendidos, prejuicios absurdos, y al inagotable combustible del odio.
Siempre me ha parecido imbécil llamar a un filme “necesario”, pero esta pieza de cine no podía aterrizar en un momento más oportuno en un mundo tan ideológicamente polarizado. Un mundo que adolece de un maniqueísmo aterrador, y en el que los juicios de valor se emiten al segundo de leer un titular periodístico, o un letrero rojo con la frase “RAPED WHILE DYING” en gigantescas letras negras.
McDonagh ha filmado su obra más trascendente, y en ella, con desparpajo e inteligencia, se ríe de nosotros y de nuestra época. Sin embargo la burla del filme es una risilla nerviosa que trasluce una honesta preocupación: él, como todos nosotros, sabe que esa pantalla se ha transformado en una ventana a la realidad, y claro, el panorama es desolador.