“El miedo no anda en burro”, reza aquel dicho popular ¿centenario? que de inmediato me remite al célebre cuadro –antes de Goya y ahora atribuido a uno de sus discípulos– titulado El coloso: obra donde se observa a un gigante cruzar entre la bruma un valle, mientras una multitud de animales y hombres huyen despavoridos por el campo; cuerpos en tensión, hocicos abiertos, y patas deformadas por la veloz huida de todos menos de un borrico blanco, que permanece impertérrito ante la posibilidad de ser aplastado o devorado por ese gigante que poco o nulo interés muestra por la muchedumbre. Para tener miedo hay que ser consciente del peligro, podría decir alguien en clara burla a la “ignorancia” del pobre burro. Sin embargo, yo prefiero ver a ese asno como el único verdaderamente consciente, no del peligro, sino de la inexistencia de éste ante un gigante que ha dado la espalda a la humanidad y a paso lento se pierde en la niebla.
Ese miedo aparentemente racional, –pero ulteriormente irracional– que los pobladores del valle del coloso esgrimen, es un horror producto de la manifestación de un fenómeno incomprensible (un hombre de doscientos metros de altura), y de la incapacidad humana para predecir su comportamiento y por tanto dominarlo. Es precisamente ese terror, evidenciado a lo largo de milenios en el temor a los fenómenos naturales, y actualmente manifestado en el miedo a todo “lo diferente”, el centro temático de la cinta con la que el joven director Robert Eggers inicia –de forma inmejorable por cierto– su carrera como cineasta.
Una familia oriunda de Nueva Inglaterra, Estados Unidos, decide separarse de su comunidad a mediados del siglo XVII para seguir, con fervor poco convencido pero irrenunciable, al patriarca de la familia rumbo a una vida autosuficiente en el campo. Crítico de la forma imperfecta en que sus correligionarios observaban la doctrina espiritual, el padre –interpretado por un imponente Ralph Ineson en clave de Max von Sydow bergmaniano– funda una granja en compañía de su mujer y sus cinco hijos: una chica adolescente, un pequeño púber, unos gemelos y un recién nacido; con la consigna de venerar, mediante el trabajo y la oración, al Dios de las escrituras.
El rompimiento del núcleo familiar con la civilización establecida, idílico y cargado de esperanza en un principio, se empantana cuando la bruja del bosque –en una espeluznante secuencia que muestra el absoluto dominio de Eggers en cuanto a códigos visuales de horror se refiere– roba y “usa” al pequeño bebé de la familia, insertando en ella la semilla del terror a lo innombrable, a lo desconocido y a lo incontrolable.
Eggers se regodea durante hora y media de metraje en la destrucción de su núcleo familiar protagónico, arrancándole pedazo tras pedazo en un afán por diseccionarlo y analizar –ante la luz de la desesperanza y el horror más endemoniado– la delicada estructura de pulsiones sexuales reprimidas que lo mantienen unido, y que al mismo tiempo lo devoran. El padre que se evidencia impotente ante la adversidad, la madre que envidia la pureza sexual de la hija, y el joven que despierta a una sensualidad incestuosa, son algunos de los elementos que Eggers construye de forma absolutamente brillante, hasta aterrizarlos en uno de los clímax más horripilantes y hermosos que haya conocido el cine de terror en los últimos años.
Adaptación de diversas leyendas del siglo XVII y hablada en inglés antiguo para potenciar su atmósfera solemne, The VVitch es una pequeña joya que gracias a su contención de ambiciones, al impecable trabajo del fotógrafo Jarin Blaschke, a su brillante reparto, y a su bellísimo planteamiento narrativo, se antoja como el maridaje perfecto entre el más puro cine de terror y el cine como grandiosa experiencia artística.