Viena. La posguerra ha convertido a la ciudad en un caótico territorio dividido en cuatro zonas controladas por los aliados. Ingleses, estadounidenses, franceses y rusos conviven en un régimen militarizado que gradualmente trata de restablecer algo de coherencia a una ciudad que, destruida por los constantes bombardeos, se ve inmersa en un mar de carencias que nutre al comercio ilegal, adoptado como modus vivendi por los austriacos ubicados en el escalón más bajo de la pirámide social.
Es en este escenario que Holly Martins, un desempleado escritor de novela ligera interpretado por Joseph Cotten, llega a Viena por una oferta de trabajo que le hace su gran amigo Harry Lime, a quien da vida un ya mitificado pero aún joven Orson Welles, que curiosamente repite en pantalla junto a Cotten esa relación de intensa amistad que, ocho años atrás, los había llevado a la fama con la que para muchos es la mejor película de la historia: Citizen Kane.
El director Carol Reed, quien apenas un año atrás había filmado The Fallen Idol, decide llevar a la pantalla grande otro guión de uno de los reyes del Best-Seller, Graham Green, que en The Third Man refina a tal grado su narrativa, construyendo desde el primer momento un compendio de brillantes diálogos y situaciones, que poco después decidió editar el guión en forma de una pequeña novela que cosechó tantos elogios como dólares.
El personaje de Cotten, que llega a Viena desempleado y buscando un cambio de vida, se entera con horror que su amigo ha muerto arrollado por un vehículo momentos antes de su llegada, con lo que sus esperanzas por encontrar un trabajo decente se ven completamente truncadas. Sin embargo, las circunstancias del accidente y las constantes contradicciones entre los testigos del evento, lo llevan a pensar que el desafortunado incidente tal vez no haya sido un accidente, por lo que decide quedarse un poco más en Viena para desentrañar la maraña de mentiras.
La profunda investigación del protagonista, que mantiene en vilo a los espectadores durante toda la cinta, es acompañada por el impresionante trabajo fotográfico de Robert Krasker, que aprovecha la probada capacidad expresiva del elenco al utilizar el primer plano como arma principal, obteniendo secuencias memorables, que al combinarse con una de las bandas sonoras más extrañas y geniales de la historia del cine, en la que el único instrumento audible es la cítara de Anton Karas, convierten a The Third Man en una grandiosa experiencia cinematográfica.
Comprensiblemente recibida con frialdad en Austria, al retratar la conversión de los austriacos de la posguerra a ciudadanos de segunda categoría dentro de su propia nación, The Third Man fue por el contrario catalogada como obra maestra en Inglaterra y Estados Unidos, situación que se reafirmó con el Oscar a mejor fotografía y el BAFTA a mejor película inglesa, sin embargo, dichos premios parecen francamente insuficientes al observar una obra tan extraordinaria, que sigue completamente vigente y que ha superado con creces la prueba del tiempo.
Después de ver The Third Man queda completamente claro que una y otra vez se proyectará en las pantallas del mundo ese alargado camino al cementerio, donde Joseph Cotten espera a la silueta de Allida Vali, que gradualmente, como si de un espectro se tratara, se materializa frente a la cámara para finalmente pasar de largo frente al galán que la contemplará alejarse, incrédulo pero con el temple de una gárgola, para finalmente encender un cigarro que, mientras exista el cine, jamás se apagará.