Uno de los recursos cinematográficos más utilizados dentro de la primera década del nuevo siglo ha sido el de la melancolía vintage, herramienta mediante la que, a través de la evocación de tiempos pasados glorificados estéticamente, se consiguen intercalar en la mente del espectador, casi de forma automática, los recuerdos que lo definieron como persona a lo largo de su vida. Recuerdos que, conforme avanza la cinta, terminan por rellenar las carencias que ésta tenga con una respuesta visceral y emocional de parte del evocador involuntario que se sienta frente a la pantalla.
Una vez creada la historia, apta y emotiva para todo público, Chbosky armó un insuperable elenco de actores que representan todo lo que está bien con la juventud hollywoodense del siglo XXI. Por un lado la estupenda Emma Watson, quien poco a poco consigue escapar del estigma de la saga de Harry Potter y que interpreta, con mucha clase, a una especie de lideresa de los chicos rechazados de una preparatoria norteamericana, a los que pasará a formar parte el personaje de Logan Lerman, un joven recuperado de un padecimiento psíquico, curiosamente relacionado también con la manipulación emocional de los recuerdos, que lo único que busca es pasar desapercibido ante los bullies y sobrevivir lo mejor posible el año escolar.
Sin embargo, la pareja protagonista queda completamente relegada a segundo término cuando Ezra Miller, la sensación adolescente del momento, hace su aparición como el amigo homosexual de Watson, desenfundando un carisma y un encanto que nada tienen que ver con la interpretación que éste hizo del mismísimo satanás en We Need to Talk About Kevin, y que se convierten en el elemento que termina por transformar a la película en una experiencia por demás amena.
Cargado de inocencia, el romance que gradualmente se gesta entre Emma Watson y Logan Lerman, aborda los típicos conflictos por los que atraviesa la juventud occidental durante esa aberrante etapa previa a la madurez, en la que el común denominador emocional es la confusión, y donde la inexperiencia ante la vida motiva el derrumbamiento psíquico ante problemas triviales, pero al mismo tiempo recompensa con la magnificación extrema del goce romántico.
The Perks of Being a Wallflower le regala al espectador una historia simple pero equilibrada, cuyas fortalezas radican, además de en la interpretación, en la capacidad de Chbosky para manufacturar un conjunto de escenas centrales de gran belleza superficial que, gracias al poder de la manipulación nostálgica, terminan por redondearse maravillosamente en la cabeza del espectador que, tarareando a los Heroes de Bowie, saldrá del cine a respirar el aire nocturno con una sonrisa en la boca.